El sudor y las lágrimas del ‘brexit’
Hace poco vi una obra estadounidense en Londres titulada ‘Sweat’ (‘Sudor’), escrita por Lynn Nottage, dramaturga ganadora del Premio Pulitzer. Ya se había presentado dentro y fuera de Broadway y ‘The Wall Street Journal’ la describió como una representación que ayudaba a entender la elección de Donald Trump como presidente.
Nottage había pasado tiempo conversando con los residentes de una ciudad pobre de Pensilvania que perdía empleos y su modesta prosperidad por la contracción de la industria siderúrgica. La competencia de fabricantes más baratos y trabajadores peor pagados de todo el mundo había devastado su ya débil economía y causado conflictos entre amigos, parientes y razas.
También había una sensación de acoso cultural en los trabajadores económicamente marginados. Les parecía que el mundo en el que habían crecido, con sus valores y su identidad definida, estaba sufriendo ataques de forma sistemática. No necesariamente esperando respuesta, se volvieron hacia un afuerino multimillonario que, a diferencia de las élites políticas, todavía no los había desilusionado y parecía compartir con ellos su desdén por el sistema.
Algunos políticos y analistas han tratado de explicar de manera similar el voto por el ‘brexit’ en el Reino Unido. Pero si bien los padecimientos económicos y una hostilidad general a la inmigración y al sistema político ayudan a explicar los resultados del referendo de 2016, están lejos de ser una explicación completa.
Lo primero que hay que considerar es que, si bien solo una minoría de los votantes laboristas optó por abandonar la Unión Europea, sí lo hizo una gran mayoría de los votantes conservadores en áreas adineradas de las afueras de Londres, como aconsejaban los periódicos que suelen leer. Además, hoy el virus antieuropeo se ha propagado ampliamente entre los miembros del Partido Conservador, aunque, dada su escasez, esto no equivalga a un trayecto demasiado largo.
A medida que declinan sus números, los miembros del Partido Conservador han pasado a sostener una visión cada vez más nacionalista del mundo. No es un fenómeno inusual. Cuando bajan los miembros activos de un partido político, sus puntos de vista se hacen más extremos y comienza una espiral: al volverse más extremo el partido, la cantidad de miembros baja más, lo que impulsa un mayor extremismo, y así sucesivamente.
Los miembros del Partido Conservador también se han hecho mayores. Una broma reciente decía que prácticamente todos los activistas conservadores podrían caber en el estadio de Wembley, aunque tal vez tuvieran problemas para subir los peldaños.
Cuando bajan los miembros activos de un partido político, sus puntos de vista se hacen más extremos y comienza una espiral: al volverse más extremo el partido, la cantidad de miembros baja más
Mientras la mayoría de los votantes mayores respaldaron el ‘brexit’, los jóvenes votaron abrumadoramente por quedarse. Hay lúgubres pronósticos que calculan que las muertes de los antiguos y la llegada de nuevos votantes jóvenes ya han demolido el apoyo mayoritario para dejar la UE. Ese cálculo no incluye el que es ahora un cambio perceptible de actitudes a favor de la opción de permanecer en la UE.
También parece significativo que la mayoría de los miembros de la iglesia anglicana votaran por el ‘brexit’ y que fuera más probable que los votantes de esta opción vivieran fuera de Londres y fueran ingleses. Los escoceses e irlandeses del norte votaron abrumadoramente por quedarse. Sospecho que lo que ha ocurrido es menos una sensación de inseguridad económica que la percepción de que los tiempos han cambiado en una dirección que no es del agrado de los nacionalistas conservadores de más edad. Por años, después de la Segunda Guerra Mundial, los británicos –y especialmente los ingleses– estábamos conscientes del cambio palpable en el destino del país, pero había una profunda aversión a aceptar el cambio de estatus del Reino Unido. Habíamos sido una gran potencia imperial cuya autoridad económica y política iba en declive desde comienzos del siglo XX. Sin embargo, todavía éramos capaces de grandes logros. Bajo la guía de Winston Churchill, desempeñamos un papel importante en la derrota del fascismo. Pero, a pesar de los intentos algo ambivalentes del propio Churchill de enseñarnos a formar parte de un nuevo papel europeo en el mundo, seguimos viéndonos como una potencia superior a la que éramos en realidad.
Churchill mismo era reticente a decir que los días del imperio británico eran cosa del pasado y que nos ganábamos nuestro lugar en el principal tablero del mundo principalmente por lo que habíamos sido, más que por lo que pudiéramos contribuir en el futuro en términos demográficos, militares o económicos.
Henry Tizard, uno de los asesores científicos del propio Churchill en tiempos de guerra, señaló que habíamos sido una gran potencia y una gran nación, pero que si seguíamos intentando comportarnos como una gran potencia corríamos el riesgo de perder la capacidad de seguir siendo una gran nación. La debacle de la intervención militar británica en 1956 en Egipto para intentar conservar el control del canal de Suez nos debería haber enseñado que estábamos viviendo en una nueva era posimperial.
Cuando el Reino Unido se unió a la Unión Europea en 1973, estábamos en peligro de convertirnos en objeto de lástima, el enfermo de Europa. Con los años prosperamos en Europa, moldeándola según nuestros intereses y evitando los detalles del emprendimiento europeo que no nos gustaban: la moneda única y las políticas sociales que pudieran inhibir el crecimiento. Pero, como es natural, aceptamos que para asegurar la igualdad y el éxito del mercado único europeo teníamos que agrupar soberanías y participar en la toma de decisiones acerca de algunas leyes y normas europeas. De igual manera, como potencia de tamaño medio era más probable que pudiéramos proteger y promover nuestros intereses si negociábamos temas de comercio y otros asuntos como parte de un bloque con otros países de tamaño medio.
Sin embargo, todo esto les resulta intragable a quienes creen que colaborar con otros socava de algún modo nuestra soberanía. No entienden que para solucionar la mayoría de los grandes problemas nacionales, desde la inmigración ilegal hasta el cambio climático, se requiere cooperación internacional, ahora y en el futuro. Más aún, tendríamos que haber aceptado de todos modos muchas de las normas y reglas ideadas por otros, y no en menor medida, para ganar nuestro sustento en el mundo. No tiene sentido lamentarse por eso. La diplomacia de los cañonazos es cosa del pasado… ¡e incluso si no lo fuera, nos quedan muy pocos barcos de ataque!
A muchos votantes mayores les ha costado bastante ajustar sus aspiraciones a un mundo que ha cambiado. Todavía somos un país notable. Pero ya no podemos lograr lo que queremos simplemente con afirmar nuestra voluntad e invocar nuestra historia. Nadie nos debe nada.
La primera ministra británica, Theresa May, tiene que hacer que muchos de sus partidarios se enfrenten a esta dura verdad si realmente quiere beneficiar el interés nacional del Reino Unido. No puede cumplir lo que muchos creen que se les prometió, es decir, que podíamos abandonar la UE sin perder estabilidad económica o influencia política.
En el Parlamento está avanzando fuertemente la postura que reconoce esa opinión, oponiéndose a dejar la UE en los términos propuestos por May. Incluso hay una creciente cantidad de parlamentarios a favor de un segundo referendo para probar si deberíamos salirnos realmente, y algunos derechistas han jugado con la idea de cerrar la Cámara de los Comunes por un tiempo. Quieren que el Gobierno se salga con la suya sin ninguna oposición democrática, en una señal desesperada para hacer que el país abandone la UE sin importar los costes constitucionales o económicos.
¿Está preparada May para enfrentar esto? Si evade la tarea a pesar de la creciente incomodidad parlamentaria sobre el camino que estamos tomando, el Reino Unido se verá en grandes apuros.
CHRIS PATTEN
Project Syndicate
Londres
* Chris Patten, el último gobernador británico de Hong Kong y excomisionado de la Unión Europea para Asuntos Extranjeros, es canciller de la Universidad de Oxford.