Por qué el café es tan malo en Buenos Aires

Pocas ciudades del mundo tienen cafeterías en su lista de sitios turísticos. Buenos Aires es una de ellas.

Acá están Tortoni, La Biela y Las Violetas, entre un inmenso portafolio de hermosos espacios; llenos de leyendas, meseros carismáticos y techos altos, pisos dibujados y acabados tallados.

Son reliquias históricas de un país que ya no existe: la Argentina potencia de primera mitad del siglo XX.

Son de las cafeterías más lindas de América, pero en ellas el café es más bien regular.

Lo dice Flor Migliorisi, experta en café argentina: «Ni las cantidades de café y agua, ni los tiempos de extracción, ni la higiene de las máquinas son cuidadosamente tratados».

Y coincide Sergio Mazzitelli, consultor en gastronomía porteño: «La falta de conocimientos culinarios y el oportunismo comercial han hecho una fusión que dio como resultado mucho de lo que conocemos actualmente en el rubro».

Y este corresponsal, colombiano y riguroso consumidor de café, no los puede desmentir.

El café que se encuentra en las cafeterías más populares de Buenos Aires es amargo y necesita adición de azúcar o leche y acompañamiento de soda o agua para evitar escalofríos. Es, en una palabra, feo.

Un porteñismo

Argentina no es un gran consumidor de café: según cifras de la Cámara Argentina de Café, los argentinos toman un promedio de 1 kilo al año por persona, una cifra muy inferior a lo que ocurre en Brasil (6 kilos), Costa Rica (3,6 kilos) o Colombia (1,4 kilos).

El promedio mundial es de 4 kilos.

Pero Argentina no es lo mismo que Buenos Aires, donde la cultura de la yerba mate no monopoliza el menú de bebidas como síocurre en el resto del país.

Pero más que eso, lo que explica la paradoja de café malo en cafeterías hermosas, según los expertos consultados por BBC Mundo, es que allí esta bebida no es el motivo por el cual la gente las visita.

«El fin de venir acá no es tomar café, sino hacer un homenaje al pasado», dice Migliorisi, sentada en una tradicional cafetería, mientras sorbe un café que no logra terminar.

A su lado hay varias mesas con personas solas que leen o miran al horizonte mientras acompañan su café con una media luna, la versión dulce y argentina del croissant. Suena un tango. Y en las paredes hay banderines de equipos de fútbol y fotos de personajes ilustres del pasado.

Migliorisi dedicó su tesis de ciencia política a la razón de ser de estas legendarias cafeterías.

En ella argumenta: «En las cafeterías el uso de la palabra, el encuentro con otras personas y la reflexión y deliberación informal de temas aleatorios pertenecientes al reino de lo público son las actividades más destacadas».

«Melting pot»

Algo similar piensa Carlos Cantinim, autor del blog Café Contado, quien señala que en las cafeterías «nunca se le dio importancia al café, sino a la reunión y al espacio físico».

«Es un espacio para confesarse, para pensar, para enamorarse, para escribir, para componer, sin importar la bebida», asegura.

«Muchos de los inmigrantes europeos que vinieron a finales del siglo XIX eran hombres solos que vivían en residencias y, al ser una ciudad sin espacio verde, la cafetería se convirtió en el lugar para compartir, en la sala de la casa; eso dio pie a los tangos y a un espacio con una mística muy propia», explica.

Pero esta no es la única razón por la que el café no fue el producto insigne de estos lugares: Mazzitelli argumenta que la gastronomía argentina, en realidad, es la versión española de la comida italiana. Una rara fusión que ilustra la suerte de «melting pot», o crisol de culturas, que fue la capital hace medio siglo.

«Españoles e italianos fueron fuertes contribuyentes a la cultura gastronómica porteña, pero en la gastronomía comercial, los ibéricos se apoderaron del campo y empezaron a incorporar en sus negocios las pastas, la pizza, la pastelería italiana y, por supuesto, el café».

Fueron los españoles quienes trajeron a Argentina el café torrado, una variedad de baja calidad que se tuesta con azúcar y hoy domina el mercado en el país sudamericano.

Para los inmigrantes, dice Mazzitelli, «el arte de hacer buen café» nunca fue una preocupación: les importaba más pertenecer a una identidad, o a una institución, que desarrollar un buen producto gastronómico.

Meca del café de especialidad

Aunque hay pocos indicios de que las cafeterías porteñas estén cambiando sus métodos cafeteros, Buenos Aires es una de las ciudades con más establecimientos especializados en el llamado café de especialidad.

Migliorisi, que cita la existencia de más de 100, dedica sus tours a ese tipo de lugares donde venden café de origen, no industrial, sembrado, tostado y sustraído con mano meticulosa. La mayoría están en el barrio joven y cosmopolita de Palermo, la versión porteña de Williamsburg en Nueva York, un típico escenario para encontrar sitios de este estilo.

«La Buenos Aires de la nostalgia es una cultura encerrada en sí misma que no puede avanzar», asegura.

Para ella, mostrar los cafés de especialidad es revelar una ciudad de vanguardia, cosmopolita y global.

«Acá hay un estigma de lo viejo», opina. «Se bloquea la idea de que las cosas pueden ser mejores. Vivimos en una gerontocracia cultural (el gobierno de los viejos)».

Pero hay un problema, según ella: mientras Argentina no salga de los problemas económicos que le aquejan hace décadas, planificar el futuro es muy difícil.

Por eso concluye: «Los tiempos de la economía hacen que los tiempos de la política, de la planificación, es decir, el futuro, queden suspendidos. El único refugio seguro para la sociedad es el pasado, y eso crea una idea de que el pasado fue necesariamente mejor. Y es falsa. Porque hay posibilidad de un futuro mejor».

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