Cómo se deterioró el metro de Caracas, de los más modernos de A. L.
A sus 86 años, Celina Reyes sube cada día muchas escaleras.
En el metro de Caracas apenas quedan escaleras mecánicas en funcionamiento.
Esta jubilada de PDVSA, la petrolera estatal de Venezuela, acostumbra a viajar en metro a diario.
Recorre un largo trayecto para comprar con los 10.000 bolívares de su pensión (menos de US$2 al cambio) algunas verduras que los buhoneros ofrecen en la popular zona de Catia, en el oeste de Caracas, a precios más asequibles que en los mercados convencionales.
«Hay otras zonas por las que no me atrevo a moverme porque hay demasiada gente y me tumban», cuenta, mientras toma resuello antes de subir el último y empinado tramo que la separa de la salida.
La señora Reyes lleva toda la vida viajando en el metro.
Sorprenden su atuendo y peinado impecables en medio del caos que reina ahí abajo.
«El servicio ahora es terrible; antes no era así», recuerda.
No es la única que lo piensa. El mal funcionamiento del sistema de transporte público, que cuando se inauguró en 1983 era uno de los más avanzados de América Latina, es motivo de queja constante de los caraqueños.
BBC Mundo lo recorrió para conocer su estado actual.
Como a tantas otras cosas también la ha golpeado la crisis económica de Venezuela.
Gratis total
Nuestro trayecto comienza en la estación de Petare, uno de los más grandes suburbios de América Latina, en el este de Caracas.
Y lo primero que llama la atención es que aquí nadie paga.
La taquilla está cerrada y las máquinas expendedoras de billetes, fuera de servicio.
Así que todo el mundo franquea gratis unos torniquetes que ahora son un vestigio inútil.
El gobierno subió recientemente el precio del billete hasta los 40 bolívares soberanos (Unos US$ 0’007 al cambio), pero pocos dudan de que la gente seguirá usándolo sin pagar, siquiera esa módica cantidad.
Como el papel en el que se imprime cuesta más que el precio del billete, hace meses que no hay tickets y rige el acceso libre.
«Preferiríamos pagar y que las cosas estuvieran mejor», comenta Miguelina, mientras lee un diario en uno de los trenes de la Línea 1.
Por el vagón deambulan dos buhoneros que ofrecen caramelos.
«¡¿Quién dijo deme?!», vocea insistentemente uno de los vendedores como reclamo, pero en realidad pocos pasajeros parecen dispuestos a pagar los 500 bolívares (menos de 10 centavos de dólar) que cuesta el paquete de 7 caramelos.
La estación siguiente a Petare es La California, una zona de clase media que se ha visto degradada en los últimos años.
En la calle, decenas de personas se apean de las camionetas que los han traído desde los barrios en los cerros que rodean el núcleo urbano hasta esta, la estación de metro más cercana.
William ha llegado en el remolque del camión de un vecino apretujado con otros vecinos.
Cuando le señaló que el vehículo tiene los neumáticos ya destripados por el uso, responde con una pregunta: «En este país no hay transporte; ¿cómo quiere que viajemos si no es así?».
Pasado dorado
El Metro de Caracas fue durante años un motivo de orgullo para los habitantes de la capital venezolana.
Sus limpias y amplias instalaciones, que cuentan con bellas obras de arte, así como la puntualidad de sus trenes, contrastaban con el bullicio y el caos en las calles.
Los más viejos recuerdan que había muchos empleados y que en el subterráneo imperaba el civismo que muchas veces se echaba en falta en la superficie.
Ahora, los andenes y pasillos están sucios, pero el problema es aún más grave en los trenes, en los que el suelo está mugriento y pegajoso.
Es lo que ocurre en la estación de Pérez Bonalde, en el popular barrio de Catia, en el oeste de Caracas, donde muchos suben con la comida que han comprado en el mismo mercado al que acude Selina Reyes.
Algunos cargan paquetes de carne y pescado que gotean sobre un piso que hace tiempo que no se limpia.
«Antes había más respeto», comenta Roel Ferrer, mientras deja pasar un tren en la estación de Plaza Venezuela, una de las más concurridas por ser el punto de confluencia de varias líneas.
Parado en el andén en el que una multitud forcejea por acceder a un convoy que lleva un rato largo esperando, cuenta que hace años trabajó en el metro como operario de limpieza en el suburbano.
«Da pena ver cómo está ahora», lamenta.
José Vargas es ahora uno de los encargados de esa labor. Friega uno de los andenes con un cubo de agua negra como el petróleo que abunda en este país.
Dice que lleva una semana en ese trabajo y que le pagan el salario mínimo (40.000 bolívares, menos de US$7) por una jornada que va desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde.
Si se calcula que con su sueldo mensual alcanza para pagar un cartón de huevos y poco más, se entiende mejor la parsimonia con la que José desliza su fregona.
«La gente no colabora y algunos hasta hacen sus necesidades aquí dentro», se queja.
Efectivamente, en el acceso a la estación de Plaza Venezuela, la misma que utilizan muchos estudiantes de la Universidad Central, una de las más importantes del país, hay un fuerte olor a orines.
Se concentra en el pasillo por el que tuvo que salir el día anterior Roel Ferrer.
«Hubo un fallo técnico y desalojaron todos los trenes», cuenta.
Tuvo que caminar durante más de tres horas hasta la zona de Agua Salud, adonde se dirigía.
El efecto de los apagones en Venezuela
Historias como esta son habituales, sobre todo después de la ola de apagones que afectó al país el mes de marzo, dejó Caracas a oscuras y llevó al cierre total del metro durante días.
El gobierno culpó de aquello a un «ataque terrorista», aunque la oposición y varios expertos han señalado que se debió a la falta de mantenimiento de la infraestructura.
El de la falta de mantenimiento es un problema que muchos aprecian también en el antaño eficiente metro de Caracas.
El estudiante Aldor Barrios se ha movido siempre en él y afirma que «los trenes están dañados».
«Cada dos semanas más o menos hay algún problema y me toca esperar el tren durante más de una hora; al final no queda elección que buscar transporte superficial», relata.
Las filas enormes de ciudadanos en busca de una alternativa al metro cuando este falla se han convertido en una escena familiar para los caraqueños.
También los accesos que cerraron sin que nadie sepa si volverán a abrir.
Lo que aún funciona es la megafonía que en muchas estaciones emite un hilo musical en el que se mezclan versiones en español de éxitos de Madonna con ritmos de salsa caribeña.
Es la misma megafonía que alerta a los empleados del metro para que acudan cuando se produce un «evento uno».
Según le explicó a BBC Mundo uno de ellos, que pidió permanecer en el anonimato, «es la manera de decir que hay una falla de tracción en uno de los trenes».
«Se les llama así para no alarmar al público».
El patio que la compañía del metro tiene en las cercanías de la estación de Propatria está lleno de material rodante pendiente de revisión o reparación.
BBC Mundo solicitó al Ministerio de Comunicación hablar con algún responsable del Metro de Caracas, pero no obtuvo respuesta.
En el suburbano llama la atención lo fuerte que los pasajeros sujetan sus bolsos y mochilas, especialmente al abordar un vagón lleno.
Es el momento que aprovechan los carteristas para obtener su botín entre la multitud aplastada. Es algo que pasa en el metro de casi todas las ciudades en el mundo, pero más en el de Caracas.
Aunque los robos no siempre son al descuidado.
A Augusto, un empleado público que prefiere no dar su nombre completo por temor a represalias, un grupo de tres delincuentes le robó a punta de pistola en la estación de Chacao.
Cuenta que cuando huían, logró sujetar a uno desarmado que se rezagó y logró reducirlo a golpes. Así pudo recuperar al menos su bolso, pero no su teléfono ni un reloj que se marcharon con los otros dos ladrones.
«Cuando llegó la Policía se lo entregué, pero me dijeron que lo había desfigurado y que podría causarme problemas, por lo que me aconsejaron no denunciarlo», recuerda.
Sus nudillos, todavía magullados, recuerdan el episodio.
Como los pasajeros, también las instalaciones sufren la delincuencia.
Chorreando sudor en la cabina sin aire acondicionado en la que pasa su jornada, un operador de estación cuenta: «Aquí robaron el monitor y las cámaras del sistema de vigilancia».
Su historia es la de una decepción.
«Yo tenía el sueño de trabajar en el metro porque era una compañía admirable y ofrecía uno de los mejores empleos que podían conseguirse en el país».
«Ahora la gente se va porque no les pagan más que el sueldo mínimo y con eso no se hace nada», señala.
Tras él un gran cartel presidido por el rostro del fallecido presidente Hugo Chávez proclama: «Estas escaleras fueron recuperadas por los trabajadores patriotas del metro de Caracas».
Las escaleras están paradas.
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