‘La mayor amenaza al liberalismo en A. Latina viene de la izquierda progresista’
Pocos académicos en el mundo tienen el prestigio de Francis Fukuyama, un politólogo estadounidense, educado en la Universidad de Harvard. Autor del libro El fin de la historia y el último hombre, publicado en 1992, en el cual argumentaba que la lucha entre ideologías había concluido a raíz de la caída del muro de Berlín y las consecuencias que tuvo, viene de presentar El liberalismo y sus desencantados.
En su nuevo volumen, el profesor norteamericano identifica las amenazas que enfrenta el concepto del liberalismo clásico, por cuenta del neoliberalismo descarriado, la derecha nacionalista y la izquierda populista. Invitado por la Universidad Javeriana, estuvo en Bogotá esta semana y EL TIEMPO conversó con él.
¿A qué se refiere cuando habla de liberalismo?
Mi definición se remonta al concepto que nació en Europa tras las guerras entre católicos y protestantes. A mediados del siglo XVII los pensadores empezaron a plantear que el concepto de una vida adecuada no debería estar atado a una doctrina religiosa en particular, sino más asociado a proteger la vida y aceptar las diferencias entre las personas. En la medida en que la doctrina se desarrolló, incorporó elementos relacionados con la dignidad de los seres humanos y la capacidad que tenemos de tomar decisiones de tipo moral, lo cual lleva al respeto de los derechos individuales, de la ley, frente al poder del Estado. Para mí, eso es lo más importante y está relacionado con la igualdad, al entender que hay una equidad fundamental entre todos.
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El término no siempre se entiende así…
Es verdad. En EE. UU. decirle a alguien liberal lo ubica en la izquierda del espectro político, en favor de un papel mayor del Estado, mientras que en países de Europa como Alemania equivaldría a decir que alguien es de centroderecha, partidario de los mercados y de una menor intervención. Además, en América Latina se habla más de neoliberalismo, algo más asociado con el capitalismo en su estado más puro, que tiene que ver más con la economía. Para mí, la aproximación es distinta. Hay sociedades liberales como Suecia, Dinamarca o Japón, en las cuales las decisiones sobre cómo vivir las toman las personas, algo muy relacionado con la libertad de escoger.
¿Cómo se combina esa visión con el concepto de democracia?
Están claramente ligados, uno y otro, aunque técnicamente puede existir un ordenamiento liberal no democrático, como pasa hoy con Singapur. También puede ocurrir lo contrario, y la Hungría actual es un ejemplo. No obstante, el modelo más aceptado es el del liberalismo democrático que comprende elecciones libres y justas, equilibrio de poderes, rendición de cuentas y respeto a los derechos y las libertades del individuo dentro del marco de la ley.
Habla de desencanto con el liberalismo en el mundo actual. ¿Por qué?
Para comenzar, porque tanto la derecha como la izquierda lo vienen atacando. Mucho tiene que ver con el ascenso del populismo nacionalista como el que impulsó Donald Trump en Estados Unidos o representa Narendra Modi en India. En la práctica se busca privilegiar a unos ciudadanos sobre los otros, ya sea por motivos raciales, culturales o religiosos. Por su parte, en A. Latina está el populismo que hoy identifica a un buen número de gobiernos de izquierda, algunos de los cuales no necesariamente gobiernan para todos, sino para privilegiar a sus partidarios. Casos como Argentina, Venezuela o Nicaragua.
Los sondeos muestran que el respaldo a las democracias liberales viene en descenso…
Hay diferencias dependiendo de la geografía. En décadas pasadas observamos la que se llamó la tercera ola de la democracia, que incluyó el retorno a esa forma de gobierno en España, Portugal, Grecia y Turquía durante los años setenta del siglo pasado. Poco después llegó el turno de A. Latina, en donde desaparecieron casi todas las dictaduras, a lo cual le acabaría siguiendo la caída del muro de Berlín en 1989. Por lo sucedido en diversas latitudes, el número de democracias pasó a unas 35 a comienzos de los sesenta a más de un centenar 30 años más tarde. A partir de ahí empezamos ver un retroceso, tanto en número como en calidad, que ha estado acompañado de una desilusión creciente con el sistema.
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¿La desaparición de la Unión Soviética y eso que usted llamó en su momento “el fin de la historia” hicieron que, ante la falta de una amenaza totalitaria, el liberalismo democrático se atrofiara?
Creo que cuando llegó el colapso de la cortina de hierro, el sistema que quedó era tan aceptado que se tomó como una victoria absoluta que no había que defender. El problema es que ante la ausencia de otras opciones todos nos volvimos complacientes, y eso incluyó estirar ciertas ideas liberales hasta un punto de quiebre, como el hecho de degradar la importancia del Estado en favor de los mercados. Entonces llegó la hora de eliminar regulaciones o privatizar servicios esenciales, lo cual trajo algunos beneficios, como un mayor crecimiento global. Pero el otro lado de la moneda acabó siendo un gran aumento de la desigualdad. En el hemisferio norte, la gente que perdió su empleo en una fábrica porque era más barato hacer esa labor en otro lugar vio descender su nivel de vida. Y en los países emergentes subió la concentración del ingreso. El descontento, acentuado por hechos como la crisis financiera de 2008, tuvo efectos políticos, con lo cual el liberalismo ha tenido un retroceso.
¿Tienen alguna responsabilidad en esto las redes sociales?
No solo las redes sociales, sino el internet en general. Y es que su masificación eliminó la intermediación que había entre la información y el contenido que la gente recibía, lo cual tuvo mucho de positivo, pero también vino con su lado oscuro. La avalancha se convirtió al mismo tiempo en una liberación y un arma, incluyendo las falsas verdades. A eso se le agregan los algoritmos orientados a maximizar el tráfico de las plataformas existentes, apelando a sentimientos como la rabia y el escándalo, lo cual sin duda tiene un rol en la polarización que es la norma hoy en día.
Mencionó el populismo, que en A. Latina otra vez está en boga. ¿Cómo analiza esto con el desencanto hacia el liberalismo?
En esta parte del mundo se ha vuelto en una herramienta usada principalmente por la izquierda, que propone soluciones aparentemente fáciles a problemas muy complejos y utiliza la frustración de los ciudadanos como motor de su avance. De hecho, la mayor amenaza que enfrenta el liberalismo en esta parte del mundo viene de la izquierda progresista, que no acepta posiciones ni creencias distintas a las que plantea, porque supuestamente representa la voluntad popular. Lejos de ser tolerante o incluyente, denuncia a quienes piensan distinto, busca concentrar el poder y muestra rasgos totalitarios.
¿Cómo lee las protestas populares, a las cuales los latinoamericanos acuden quizás con más frecuencia que los ciudadanos de otras regiones?
Pienso que esto de salir a la calle a expresar el descontento es un elemento clave de un sistema democrático liberal. Posiblemente los gobernantes no entenderían con tanta claridad la resistencia a ciertas decisiones de otra manera. El problema es que en más de una ocasión esa rabia no conduce a nada o puede ser manipulada, sin que realmente mejoren las instituciones. Entonces, para que haya cambios se necesita mucho más, incluyendo la expresión dentro de los caminos que establece la democracia: el voto popular o la renovación de los dirigentes.
Más allá de la tragedia que implica, ¿la invasión de Rusia a Ucrania le ha dado cierto aire al concepto de liberalismo democrático?
Definitivamente, porque muestra lo que pueden hacer los líderes autoritarios y al mismo tiempo comprueba que la gente está dispuesta a hacer sacrificios enormes, incluyendo su propia vida, para defender un sistema en el que hay libertades.
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¿Cómo arreglar lo que funciona mal en las democracias liberales?
Hay dos niveles en los que se puede responder esa pregunta. El primero tiene que ver con el rango de políticas que se pueden poner en marcha para evitar abusos, como por ejemplo todo lo relacionado con la operación del sistema electoral o la financiación de las campañas. En mi libro no me dediqué a hacer una especie de lista de lavandería sobre eso, porque hay mucho material al respecto. En cambio, me concentré en los principios que se deben seguir. Uno de ellos es la defensa de la diversidad, de la libertad de expresión y de la tolerancia.
¿Cómo ve a A. Latina?
Es positivo que haya existido cierto sacudón del sistema, porque mantener el statu quo no era justificable. La queja sobre la desigualdad es muy antigua, sin que realmente se haya avanzado mucho en reducirla, al igual que la percepción de que la corrupción sigue ahí. Lo que me preocupa de los líderes de esta llamada ‘ola rosa’ de izquierda, buena parte de ellos populistas, es que las soluciones propuestas no parecen ser las adecuadas. Mi preferencia habría sido que las escogencias de los ciudadanos estuvieran entre una centroderecha y una centroizquierda sólidas, concentradas en cambios incrementales. Lamentablemente, lo que uno ve en este ambiente de polarización es una derecha que no quiere renunciar a ninguno de sus privilegios y una izquierda que quiere destruir lo que venía de antes. No basta con sacudir el sistema, es necesario arreglarlo. Ahondar los problemas o crear unos nuevos no soluciona nada y puede debilitar todavía más el concepto de la democracia liberal.
¿Es pesimista u optimista sobre el estado del mundo?
Tengo una visión de largo plazo sobre la historia, y lo que esta muestra es que el progreso nunca ha sido lineal. Hay periodos de avance, baches e incluso retrocesos. Y el patrón lo que muestra es una tendencia hacia el progreso, tanto en indicadores sociales como de instituciones. Ahora claramente estamos pasando por un periodo de turbulencia en el que varios países han dado marcha atrás. Otra vez la lección es que si el poder se concentra en un individuo el resultado es desastroso, lo cual, por contraste, reivindica a la democracia liberal. Esta última evidentemente no es perfecta, pero cuenta con la característica de que puede corregirse a sí misma. Eso es lo que me hace moderadamente optimista.
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RICARDO ÁVILA
Analista sénior