La nueva lucha de los soldados que le dijeron adiós a Maduro
Estoy en Cúcuta de camino a Venezuela. Va a ser mi tercera visita al país vecino en los últimos dos meses, con la intención de escribir una suerte de diario de viaje que espero publicar el año próximo. Me encuentro en el ‘lobby’ del hotel Casino Internacional, donde estoy esperando a Ánderson y al capitán Fond, dos de los más de mil militares que han desertado de las Fuerzas Armadas venezolanas.
El capitán tiene un curioso parecido con el expresidente de Ecuador Rafael Correa. Es un hombre que debe estar rondando los cuarenta y tantos, alto, atlético, de pelo canoso y movimientos rígidos.
Lo sigue Ánderson, más joven, más bajo, introvertido y con el paso del tiempo pensaré que visiblemente triste, un rasgo frecuente entre transeúntes de esta ciudad deprimida por la violencia, el desempleo y la desesperanza de tantos migrantes forzados provenientes del país vecino. Cúcuta, sin embargo, tiene su encanto. La franca amabilidad de su gente hace que uno se sienta a gusto. El centro sorprende con edificios majestuosos, y si, por alguna razón, lo agarra a uno ‘la hora de la lora’ en el parque Santander, la serenata ya habrá justificado la visita.
Nos sentamos en un sofá del ‘lobby’. Ambos van bien vestidos, la ropa impecable, el pelo bien cortado. Nada haría pensar que son vendedores ambulantes y que, con suerte, hay días en los que reúnen entre seis y diez mil pesos. Si bien han abandonado la vida militar, hay cosas que no se pierden. Ánderson se refiere a su superior como capitán, y claramente mantiene un trato jerárquico con quien en otras circunstancias de la vida estaría encima de él en la cadena de mando. Pero ahora mismo no hay cadena de mando, no hay tampoco trabajo ni un horizonte para los dos hombres que se sientan a mi lado. Les pregunto si les gustaría un café. Pedimos tres capuchinos, enciendo la grabadora.
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¿Cómo entraron al servicio militar?–pregunto–. Me dirijo Ánderson: ¿Cómo fue para ti?
Me gradué en diciembre de 2003. De ahí en adelante he visto cómo todo ha ido evolucionando para mal.
¿Siempre quisiste ser militar?
Tenía unos tíos que al verlos con el uniforme, eso me gustaba. En Venezuela, en ese tiempo ser militar tenía prestigio. En donde se paraba un militar siempre había respeto. Y como lo decían en Venezuela, donde se paraba un militar no se paraba cualquiera, no se paraba, por ejemplo, un policía.
¿El militar está por encima del policía?
Por decirlo, cuando llegaban los militares, la policía pasaba a estar subordinada. Para los niños ser militar era ser alguien educado, intachable.
“Tener un militar en la familia venezolana era un motivo de orgullo –dice el capitán–. Para mí un militar era la representación de la perfección. Un ser íntegro y un guerrero. Recuerdo cuando tenía 15 años, uniformado de gala, estaba en Ciudad Bolívar, donde vivía, y el dueño del establecimiento salió a recibirme con honores. Recuerdo que me llamó ‘señor’. Yo saqué pecho, levanté la cara, me sentía tan orgulloso de portar el uniforme azul pizarra”.
También Chávez fue un militar, digo.
Pero él lo que hizo fue destruir la institución –dice el capitán–. Lo que pasa es que él perfeccionó el arte de dominar masas. Los venezolanos fuimos el experimento materializado de Cuba. Y a los militares, Chávez nos utilizó para alcanzar su objetivo. Pero la idiosincrasia militar él la destruyó.
Ser militar es formarse en la obediencia, ¿verdad? Supongo que aun cuando las reglas son arbitrarias hay que seguirlas…
La obediencia es una cosa, pero la conciencia y el libre albedrío son otra. El hecho de estar formado en obediencia no significa que uno esté eximido de la responsabilidad a la hora de cometer actos indebidos. Fue eso lo que me pasó a mí, te lo voy a contar.
Y me lo cuenta. El capitán Fond me dice que en 2004 en Ciudad Bolívar hubo una protesta de personas de la tercera edad porque no recibían la pensión. Entonces, a él se le exigió “reprimir” la marcha, instrucción que se negó a acatar.
¿Qué quiere decir reprimir?
Lanzarles gases lacrimógenos –dice–, cuando era una manifestación pacífica, y sin duda podía llegarse con ellos a un acuerdo por medio del diálogo.
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Para el capitán, la Guardia Nacional tenía un estatus de respeto que le daba legitimidad frente al pueblo. “Con la Guardia Nacional de antes se podía concertar, llegar a acuerdos. No era lo que es ahora, que los uniformados son los perpetradores de cualquier cantidad de violaciones a los derechos humanos. Antes, una falta era sancionada, ahora hacen lo que quieren”.
Esta primera desobediencia es el comienzo del fin de su carrera. Le sigue una larga historia de persecuciones y hostigamiento a su persona que lo lleva a un juicio por insubordinación en 2005. En paralelo, Chávez continuaba con sus esfuerzos por disolver a la Guardia Nacional, pues, según Fond, fue la que frenó el intento de golpe en 1993; y ya desde ese momento el entonces teniente coronel la veía como una amenaza. Entre 2008 y 2009, Héctor Fond es detenido y encarcelado por “desobediencia en tiempos de guerra”, después de haber sobrevivido a tres procesos en su contra gracias, dice, a sus buenas calificaciones.
“Aunque me haya ido preso, gracias a mi Dios todo poderoso, no llegué a perder mis estrellas”.
¿Pero tienes aliados?
¿Otros opositores? Hablo con algunos. Pero si te refieres a políticos, no tengo relación con ninguno. A esa gente no le interesa el dolor del pueblo. Cuando el 23 de febrero yo fui uno de todos los verdaderos militares y funcionarios dignos que quisimos dar un paso adelante para liberar a Venezuela.
¿Y qué pasó?
Fuimos convocados a algo que no sucedió.
¿Siguen todos juntos en los hoteles del centro?
Hace más de un mes nos desintegraron.
¿Y eso quién lo financiaba?
En un principio, la Acnur, el Gobierno colombiano y el Gobierno de la oposición. Pero después de tres meses, ya nos dejaron en manos del Gobierno colombiano– dice Ánderson–. Nos dieron un kit de aseo y un apoyo económico de doscientos y pico mil. Por eso estamos muy agradecidos, pero ahora cada uno anda a su suerte. Muchos en situación de calle.
¿Cuántos son?
Según Migración Colombia, somos 1.515 –dice el capitán–. Incluyendo familiares. En enero tuvimos una reunión en Cúcuta con la intención de pedir apoyo militar y político a diputados en el exilio.
¿Y cómo se sienten frente al desenlace?
En mi caso, defraudado, decepcionado, engañado –dice Héctor–.
¿Por qué? ¿Cuál fue la promesa?
En sí la promesa era que veníamos para acá solamente para reorganizarnos y volver con fuerza a Venezuela, para liberar al país. Todos pensábamos que esto sería cuestión de unas semanas. Nadie tenía pensado dejar el país para siempre –dice Ánderson–.
No, no. Esa no era la idea –reafirma el capitán–.
En las acusaciones el presidente interino hablaba de nosotros. Entonces decíamos: ‘no nos ha olvidado’, pero fueron pasando los días, las semanas, los meses, sin que pasara nada.
¿Y cuándo llegaron?
Empezaron a llegar unas semanas antes del 23 de febrero, y siguieron llegando, hasta el momento que ya nos volvimos un problema para el Gobierno colombiano.
¿En Cúcuta cuántos habrá?
Más de cien –responde Héctor–. Algunos se han ido a otros países vecinos.
La promesa era que veníamos para reorganizarnos y volver con fuerza a Venezuela, para liberar al país. Pensábamos que sería cuestión de unas semanas. Nadie tenía pensado dejar el país para siempre
Ánderson cuenta que, en su caso, abandonó el país porque ya no podía vivir del ingreso que generaba con su trabajo como sargento mayor segundo. A eso se sumaba que no se podía hablar de nada. No se podía decir, por ejemplo, que la cúpula del gobierno hablaba en contra del capitalismo mientras vivía en la opulencia y abusaba de un pueblo cada vez más empobrecido: “Me sentía ahogado –concluye–. No podía hablar porque entonces me iban a señalar de incitar a la rebelión. Era duro tener que ver esas mentiras que se decían en la televisión y no poder reaccionar de ninguna manera”.
“La verdad es que nos abandonaron –dice Héctor–. Nos sentimos engañados, porque teníamos la esperanza y todo fue una gran mentira, algo mediático. Lo primero que hicieron cuando llegó Guaidó fue dividir al grupo entre uniformados y civiles para hacer un retrato. Querían hacer creer que todos los militares estaban con la oposición, para eso era la foto. Ya después se desprendieron de nosotros, que quedamos en manos de la Cancillería colombiana y de la Oficina de Prevención de Desastres. Ellos fueron los que empezaron a pagar los hoteles, el alojamiento y la alimentación, hasta donde pudieron. Les prometieron una formación en el Sena, pero de eso no han vuelto a saber nada. Para ellos, ahora que están desintegrados, es más difícil que puedan luchar a nivel individual”.
“Nosotros ya hemos comenzado a ser un dolor de cabeza. Pero fue más la maldad que nos hicieron al sacarnos del país sin ninguna garantía a habernos dejado como estábamos. Nosotros no estamos pidiendo plata, solo queremos que se sepa que somos profesionales y tenemos derecho a una vida digna”.
“Tenemos compañeros con los hijos, la esposa, y están viviendo en la calle –dice Ánderson–. Después de haber servido a nuestra patria… es una gran decepción”.
“Pero nuestra formación nos preparó para esto –dice el capitán–. Nosotros caminamos toda la ciudad porque no podemos pagar transporte. A veces pasamos un día sin comer, y podemos hacerlo. ¿Pero cómo haces si tienes niños?”.
“Cuando nosotros estábamos en los refugios, en los hoteles, hubo ONG que donaron dinero. Pero, entonces, se robaron la plata –dice Ánderson–”.
¿Ese es el escándalo de corrupción que salió hace un par de meses en medios?
El mismo, el de Kevin Rojas y Roxana Barrera de Voluntad Popular –responde el capitán–.
Más de 90.000 dólares destinados para los militares desertores fueron desviados por miembros de la oposición a través de facturas adulteradas, gastos sin comprobantes, entre otros.
“Todavía me acuerdo cuando vinieron a tomarnos las tallas de los zapatos y la ropa. Ni la ropa ni los zapatos llegamos a verlos, pero sí aparecían en las relaciones de gastos falsos”, dice el capitán.
¿Se arrepienten de haberse venido?
Tenía que irme de uniforme al trabajo y luego irme a la casa en picó, a pie o echando pollo (dedo) porque no tenía siquiera para el pasaje –responde Ánderson–.
“Ahora, en cambio, vendemos agua, chupetas, caramelos”, dice Héctor y suelta la risa.
Quién diría, con lo elegantes que están, digo.
Ánderson me acerca su teléfono para que vea una foto donde aparece en pantaloneta, camiseta y chanclas con una caja de pulseritas en los brazos: “Así es nuestro día a día –comenta–. De seis de la mañana a seis de la tarde”.
¿Y no hay otro trabajo que puedan hacer?
Todos los días reparto hojas de vida. Hasta ahora, no ha salido nada, pero no hay que perder la esperanza. Aún recuerdo cuando uno salía uniformado, nos decían: ‘ustedes son la élite de la juventud venezolana’ –dice el capitán–. La pulcritud de los guantes blancos, el quepis, la hebilla, los botones y los zapatos pulidos, perfectamente afeitado. Todo eso hacía parte de lo que para nosotros era el honor. Éramos de los elegidos para servirle a la patria.
Ánderson me cuenta que extraña a sus hijos. No puede volver a Venezuela porque, como los demás desertores, su vida correría peligro. A su familia no puede traerla mientras no tenga un trabajo o un techo donde recibirlos. El capitán, siempre optimista, dice que confía en que todo va a mejorar en poco tiempo.
“Las cosas tienen que cambiar, lo sé. Venezuela volverá a ser libre”, dice antes de despedirse con un sentido apretón de manos.
MELBA ESCOBAR
Para EL TIEMPO