Liderazgo en tiempos de crisis: ¿por qué pensar en colectivo?

Abraham Lincoln era un hombre con una profunda tendencia a la depresión, exacerbada por la muerte de un hijo y por sus profundas cefaleas. Nació en la pobreza, nunca tuvo educación formal y perdió más elecciones de las que cualquier político contemporáneo podría soportar.

Al llegar a la presidencia, tuvo que liderar a la nación en el que sigue siendo el trauma colectivo más grande de su historia: la guerra de Secesión. Justo en el momento en el que las cifras de muertos rompían todos los precedentes, y no había otra prioridad diferente a la de vencer al bando enemigo en el campo de batalla, Lincoln se propuso promover la creación de la Academia Nacional de Ciencias.

Los que lo rodeaban pusieron el grito en el cielo: ¿cómo se le ocurría tal despropósito en semejantes circunstancias? Lincoln fue enfático en su respuesta: dijo que se negaba a creer que el único destino de la nación fuese la supervivencia del día a día; tenía que haber un propósito superior colectivo que trascendiera las urgencias del presente.

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La Academia fue creada en 1863, en plena guerra. Al cabo de varias décadas, Estados Unidos se fue consolidando como el país más próspero de la historia, impulsado ante todo por los avances en ciencia y tecnología. Lincoln tenía puesta la cabeza en el largo plazo, en un futuro de bienestar colectivo que fuese distinto del sangriento presente que le tocó vivir. En medio de la oscuridad y la incertidumbre, despejó un camino que llevó a los que antes eran enemigos a muerte a creer en un destino colectivo.

Y lo hizo en medio de la depresión y el duelo. Su trauma individual fue esencial para demostrar que es posible y deseable superar el trauma colectivo. En pocas palabras, fue un ejemplo de lo que debe ser un líder evolutivo. Él, más que nadie, sabía que el progreso no dependía solo de él sino de lo colectivo. Por eso trató de unir a un país, para que desde ahí todos forjaran su destino deseado.

La expansión mundial de un nuevo virus ha sido el trauma más profundo que ha vivido la humanidad en el siglo actual. Sometidos a un aislamiento en medio del miedo y la ansiedad, vivimos hoy momentos de desmoralización e incertidumbre, y cada día hay más familias destrozadas por el luto.

Desde ya se asoma en el horizonte una crisis económica y social descomunal.
Como ocurre con problemas existenciales como el cambio climático, el virus no sabe nada de fronteras, de divisiones políticas y de noticias falsas. Se limita al objetivo biológico que nos une a todos los seres vivos: sobrevivir y reproducirse.

Pero ahí es donde aparece la gestión del liderazgo. No solo para adaptarse y reaccionar sino para evolucionar, para innovar a gran escala.

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El ejemplo de Lincoln es superior. No solo sorprendió con la Academia Nacional de Ciencias, sino que conformó un equipo especial de mentes brillantes de diversas áreas y saberes, quienes se encargaron de orientar lo que fue la Era de la Reconstrucción, focalizando sus esfuerzos en la restauración de la Unidad Nacional y en la toma de decisiones económicas muy complejas. Ojalá nuestro país siga ese sendero.

Cuando se observan los casos de Alemania o de Corea del Sur, en donde la expansión del virus se ha enfrentado con éxito y las cifras de afectados son mucho menores a las de otros países, surge la obvia pregunta de qué es lo que están haciendo bien.

¿Tienen mejores líderes? Sin duda, han contado con liderazgos efectivos que actuaron a tiempo, con rigor, destinando los recursos adecuados y sujetándose a los protocolos que los expertos científicos ya habían definido de antemano para estas crisis, que, aunque no lo parezca, son completamente previsibles. Han privilegiado la ciencia sobre el dogma, la unión sobre el conflicto. Pero eso es solo la punta del iceberg. Detrás hay una explicación estructural más fuerte.

Ninguna sociedad se ha desarrollado exclusivamente gracias a sus líderes o caudillos de turno.

Justo lo contrario: los grandes avances de la humanidad, como los derechos humanos y los descubrimientos científicos, trascienden el corto plazo y los afanes electorales o políticos porque surgen de demandas colectivas, de abajo hacia arriba, de un pacto vinculante, de un consenso social que se traslade a lo político.

Y esa es precisamente la esencia del liderazgo. Crear las condiciones de entorno suficientes para que esas fuerzas sociales encuentren un ambiente contenedor que les permita ejercer el derecho a evolucionar, a transformarse, a romper la lidero-dependencia.

Ello permite que haya países mejor posicionados que otros para enfrentar el vendaval, pues cuentan con líderes capaces de movilizar, de inspirar, de unir, de lograr que las acciones individuales estén alineadas con el proyecto común de sociedad basada en el conocimiento.

Cualquier líder que haya pasado a la historia por su huella positiva supo que el ser humano tiene la virtud de la resiliencia. Que es de la forma como encaramos los momentos difíciles, no los placenteros, de lo que nos tendemos a sentir más orgullosos cuando llega la hora de los balances. Se trata de un lugar común, pero no deja de ser cierto que de los desafíos llegan las mejores oportunidades.

Es en los momentos de crisis, sobre todo, en los que nos replanteamos cuál es nuestro propósito en la vida. Qué significado queremos darle a nuestra breve existencia. Qué queremos hacer con las dificultades que nos toca lidiar y cómo vamos a evolucionar. Los líderes que pasaron a la historia supieron guiar a la sociedad para que formulara sus propias respuestas.

Lincoln sobrellevó sus hondos traumas y sus múltiples fracasos imponiéndose propósitos que dejaran huella en el destino colectivo. Y así como los individuos necesitamos propósitos, también las naciones necesitan un deseo movilizador que las lleve más allá de la mera sobrevivencia, de la coyuntura diaria, de la dictadura de lo urgente y de la dependencia de un líder específico.

La covid-19 nos recuerda que una nación es más que una franja de tierra, que es un proyecto mancomunado y evolutivo. Los colombianos nos hemos aislado no solo por nuestro propio bienestar, sino también para preservar la salud ajena. Lo hemos hecho por convicción, no solo por cumplir una norma. Y así, sin saberlo, hemos sembrado los posibles cimientos de un nuevo destino colectivo. Tal vez tengamos entre las manos el mejor pretexto posible para trazar un proyecto colectivo de nación, una idea convocante que defina hacia dónde queremos ir.

¿Cuál es la Colombia que soñamos? La respuesta de cada uno, con toda seguridad, está unida a expectativas colectivas: un país con igualdad real de oportunidades, con educación alineada con un contexto hiperconectado, con garantías de seguridad, con empleos de calidad, etc. Después de la crisis actual vendrá el momento de empezar de nuevo en muchos aspectos, porque el mundo cambiará para siempre.

¿No es acaso el mejor momento de nuestras vidas para unirnos como sociedad? Porque las causas que nos unen van mucho más allá de las brechas que nos han dividido en el pasado. Porque la verdadera riqueza de una nación no está solo en sus recursos naturales, sino en la capacidad de que cada quien sea un líder en su ámbito de influencia y generar así proyectos colectivos a partir del conocimiento y la solidaridad. Las mismas armas con las que derrotaremos finalmente el coronavirus.

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¿En qué puede consistir, entonces, un proyecto colectivo para Colombia? En definir las prioridades que nos permitan adaptarnos con éxito a la nueva realidad que surgirá después de la pandemia.

Ha sido un jalón de orejas que debemos aprovechar: ahora entendemos, mucho mejor que antes, que hay que preservar el mundo en el que vivimos con un desarrollo sostenible e inclusivo, que la inversión científica y tecnológica es una prioridad y la verdadera vía hacia la productividad; que necesitamos tener instituciones eficaces y transparentes que prevengan crisis futuras a través de la planeación y la inversión estratégica; que debemos educar a nuestros hijos para que desarrollen sus habilidades emocionales y la necesidad de la formación a lo largo de la vida; que debemos pensar a largo plazo, más allá de lo urgente, como lo supo hacer Lincoln en su momento.

Los verdaderos líderes, los que saben evolucionar a tono con los tiempos, son los que asumen el timonel y marcan el rumbo. Pero el éxito de la travesía no depende solo de ellos. Depende de todos.

GUSTAVO MUTIS
Para EL TIEMPO

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