Solidaridad con el pueblo venezolano

El coronavirus se ha enseñoreado de nuestras vidas particulares y de nuestra vida colectiva. El mundo lleva más de dos meses sumergido en un confinamiento de personas, ciudades y países, atento al ritmo cambiante de las cifras de contagiados, curados y fallecidos. Los medios traducen este baile de números en calidad de la gestión, en países que lo han hecho mejor y países que lo han hecho peor, en un ‘ranking’ de pueblos y de gobernantes.

El humo y el polvo de este estrépito sanitario de alcance global están impidiendo recuperar la atención sobre otros dramas de ámbito regional, pero igualmente intensos en términos de los estragos que están causando y, sobre todo, en el número de personas que lo padecen.

Uno de esos dramas colectivos, una crisis humana que corre el riesgo de entrar en el olvido, es el desplazamiento de más de cinco millones de refugiados y migrantes venezolanos que han salido de su país buscando una vida mejor.

No vamos a ocuparnos aquí de las causas de ese éxodo. La crisis que vive Venezuela desde hace años tiene varias dimensiones y necesita de mucho diálogo interno, apoyado por la comunidad internacional, para ser superada.

La Unión Europea y España están ciertamente dispuestas a acompañar este proceso. Pero ahora es el momento de atender a esos millones de venezolanos que llevan a cuestas sus vidas por Colombia, por Perú, por Ecuador, por Chile y por otros países del vecindario latinoamericano, huyendo del hambre, de la enfermedad, de la miseria o de la persecución.

Los europeos, que tienen desde hace muchos años sus propios dramas de refugiados e inmigrantes, estamos obligados a prestar atención a este que se desarrolla en tierras latinoamericanas y caribeñas. Los países de acogida no están levantando muros ni plantando alambradas. Están recibiendo a estas personas por millones y procurándoles una asistencia que les facilite la integración en las comunidades de acogida.

Y, sin embargo, el reto es descomunal. Con un goteo de miles de venezolanos que salen diariamente de su país en los últimos años, los gobiernos receptores han visto cómo sus sistemas de salud y de educación quedaban desbordados en las zonas de concentración de los desplazados, y cómo sus instituciones se tensionan para evitar que los servicios públicos, incluyendo la seguridad, cedan ante el peso que están soportando.

Naciones Unidas, a través de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), ha elaborado una plataforma regional en la que se reflejan los números de la diáspora y se evalúan las necesidades de la ayuda humanitaria. Pero eso es solo una parte. Es el reclamo inmediato de la comida, de la higiene o del alojamiento. Existe otro reclamo que atender, mirando el mediano y largo plazo, que tiene que ver con el fortalecimiento de las instituciones nacionales y de los servicios públicos.

Sanidad, educación, vivienda o seguridad necesitan un importante refuerzo, porque la mayor parte de esa masa de refugiados y migrantes no va a regresar a su país en los próximos años.

Esta situación, ya de por sí suficientemente trágica, ha sido agravada por la covid-19. El virus ha puesto una carga adicional de enfermedad y de muerte en los grupos de refugiados y migrantes concentrados en las zonas de frontera o en asentamientos informales en torno a las grandes ciudades.

En este trance, se hace urgente hacer un llamamiento a la solidaridad internacional. A pesar de la escalada masiva del desplazamiento –es la segunda mayor crisis migratoria del mundo, solo por detrás de la de Siria– y de las enormes necesidades humanitarias que genera, las naciones receptoras –siendo Colombia, Ecuador y Perú las que más sufren el peso de este desplazamiento– han recibido poco apoyo de la comunidad internacional.

La financiación de la crisis venezolana ha quedado muy lejos de cifras relativas a la situación en Siria o la de los refugiados rohinyás. Es verdad que las crisis son diferentes, y que el sufrimiento experimentado por la población siria, inmersa en un conflicto civil de gravísimas consecuencias humanitarias, hace difícil la comparación, pero es un dato para tener presente. Sobre todo, ello ha de ser una llamada urgente a la solidaridad internacional.

Detrás de estas cifras hay historias de familias rotas que han debido dejar atrás lo construido durante toda una vida. Historias de caminantes que han cruzado un continente a pie, buscando empezar de nuevo. Historias de mujeres víctimas de violencia o explotación sexual, cuando solo buscaban una salida de la desesperación.

En un esfuerzo sin precedentes, los países de acogida en América Latina están tratando de ofrecer las condiciones para que estas historias puedan tener una continuación basada en la dignidad, el respeto y el bienestar social. Debemos ayudarles a hacerlo.

En octubre de 2019, consciente de esta grave situación, la Unión Europea organizó una conferencia de solidaridad con los migrantes y refugiados venezolanos, con el objeto de dar visibilidad global a esta crisis y animar a los gobiernos a apoyar a los países de América Latina y el Caribe, que están dando tal ejemplo de solidaridad al mundo. Hoy, meses después, cumpliendo el compromiso asumido por la Comisión, España y la Unión Europea aúnan sus fuerzas para convocar, con el apoyo de la Acnur, de la OIM, una conferencia que nos proporcione fondos para sostener el esfuerzo de los países que están acogiendo a millones de venezolanos.

La pandemia causada por el coronavirus tiene muy ocupadas a todas las naciones en salvar vidas, en gestionar sabiamente los recursos médicos disponibles y en preparar la recuperación económica. Confiamos en que el impulso solidario que la lucha contra la covid-19 ha despertado en el mundo alcance también al socorro que necesitan nuestros hermanos venezolanos desplazados en la región.

ARANCHA GONZÁLEZ LAYA Y JOSEP BORRELL
Para EL TIEMPO* Arancha González Laya es ministra de Asuntos Exteriores de España, y Josep Borrell es el alto representante en Política Exterior de la Unión Europea

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