La democracia, en el filo de la navaja

En la novela ‘Red Birds’, de Mohammed Hanif, el piloto de un bombardero estadounidense se estrella con su avión en el desierto de Arabia y queda varado entre los locales en un campo de refugiados cercano. En una conversación sobre ladrones con un comerciante, le explica: “Nuestro gobierno es el ladrón más grande. Roba a los vivos, roba a los muertos”. Y el comerciante responde: “Gracias a Dios, nosotros no tenemos ese problema. Solo nos robamos entre nosotros”.

Este diálogo casi que resume el mensaje central del más reciente libro de Daron Acemoglu y James Robinson, titulado ‘El pasillo estrecho: Estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad’. La tesis de Acemoglu y Robinson es que la perspectiva de libertad y prosperidad está siempre en el filo de la navaja, con la opresión estatal por un lado y la anomia y violencia (que tantas veces la sociedad se provoca a sí misma) por el otro. Si se le da al Estado demasiado poder sobre la sociedad, se obtiene despotismo; si se lo debilita demasiado, anarquía.

Como señala el título del libro, entre ambas distopías discurre un “pasillo estrecho”, un angostísimo sendero que solo unos pocos países (la mayoría de ellos en el Occidente industrializado) han logrado encontrar. Además, ingresar en esa senda no es garantía de quedarse en ella. Acemoglu y Robinson recalcan que a menos que la sociedad civil se mantenga alerta y con capacidad de movilizarse contra aspirantes a autócratas, el retorno al autoritarismo siempre es una posibilidad.

El nuevo libro de Acemoglu y Robinson amplía su anterior texto, y récord en ventas: ‘Por qué fracasan los países’. En ese libro y en otros escritos, los autores identifican lo que llaman “instituciones inclusivas” como el principal motor del progreso económico y político. Gracias a estas instituciones, por ejemplo, la protección del derecho a la propiedad y el Estado de derecho están al alcance de todos los ciudadanos (o la mayoría) y en vez de favorecer a un pequeño grupo de élites, lo que prima son los intereses del grueso de la sociedad.

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Un país que siempre ha sido un tanto problemático para la tesis de Acemoglu-Robinson es China. El monopolio del poder político por parte del Partido Comunista de China, la corrupción generalizada y la facilidad para desposeer a los competidores económicos y opositores políticos del Partido no tienen nada de inclusivos. Pero es innegable que en las últimas cuatro décadas, el régimen chino consiguió tasas de crecimiento económico nunca antes vistas y la reducción de pobreza más impresionante de la historia. No obstante, en ‘Por qué fracasan los países’, Acemoglu y Robinson sostienen que el crecimiento económico de China perderá impulso si sus instituciones políticas no evolucionan a instituciones más inclusivas.

El otro gran país que ahora no encaja muy bien con la tesis original de Acemoglu-Robinson es Estados Unidos. Cuando escribieron ‘Por qué fracasan los países’, muchos todavía veían en Estados Unidos un ejemplo cabal de la institucionalidad inclusiva, un país que se enriqueció y democratizó desarrollando la protección del derecho de propiedad y el Estado de derecho. Hoy, la distribución del ingreso en EE. UU. es tan desigual como en cualquier plutocracia. Y sus instituciones de representación política, bajo ataque de un demagogo, parecen muy frágiles.

El efecto Reina Roja

En parte, ‘El pasillo estrecho’ está escrito para dar una explicación de la fragilidad de las democracias liberales. Los autores acuñan el término ‘efecto Reina Roja’ para referirse a la lucha incesante por la defensa de las instituciones políticas abiertas. Como el personaje del libro de Lewis Carroll, la sociedad civil tiene que correr cada vez más rápido para mantenerse a la par de los líderes autoritarios y frenar sus tendencias despóticas.

Por lo general, la democracia surge del ascenso de grupos populares capaces de desafiar el poder de las élites, o de divisiones entre las élites. En los siglos XIX y XX, esos grupos se movilizaron en respuesta a la industrialización, a las guerras mundiales y a la descolonización. Las élites gobernantes cedieron a las demandas de sus opositores de que se extendiera el derecho a votar, sin condición de ser propietarios, a todos los varones (por lo general). A cambio, los grupos ahora representados aceptaron que se limitara su capacidad de expropiar a los propietarios. En síntesis, se intercambió derecho al voto por derecho a la propiedad.

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Pero como examino en un trabajo conjunto con Sharun Mukand, la democracia liberal demanda algo más: derechos que protejan a las minorías, lo que podríamos llamar derechos civiles. La característica definitoria del arreglo político generador de la democracia es que excluye de la mesa de negociación a las principales beneficiarias de los derechos civiles: las minorías. Estas ni tienen recursos (como la élite) ni números (como la mayoría) que las respalden. De modo que el arreglo político favorece una forma empobrecida de democracia (que podríamos llamar democracia electoral) más que la democracia liberal.

Esto ayuda a explicar por qué la democracia liberal es tan infrecuente. La falta de protección de los derechos de las minorías es una consecuencia fácilmente comprensible de la lógica política que subyace a la aparición de la democracia. Lo que demanda explicación no es la relativa infrecuencia de la democracia liberal, sino su existencia. Lo sorprendente no es que pocas democracias sean liberales, sino el hecho de que existan democracias liberales en primer lugar.

Es una conclusión muy poco alentadora en un tiempo en que la democracia liberal parece amenazada incluso en partes del mundo donde se creía que había echado raíces para siempre. Pero ser conscientes de la fragilidad de la democracia liberal tal vez nos libre de la indolencia que nace de darla por sentado.

DANI RODRIK*
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Cambridge
* Dani Rodrik es profesor de Economía Política Internacional en Harvard.

Lo local como clave para salir de la ‘letargocracia’

Estados Unidos anuncia megaplan económico contra el coronavirus

Estados Unidos, viejo bastión de la democracia en el mundo, atraviesa una crisis constitucional en torno de un presidente que fue elegido por una minoría de votantes.

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Ya es innegable que la democracia está en riesgo en todo el mundo. Muchas personas dudan de que esté funcionando para ellas (o de que esté funcionando en cualquier sentido). Las elecciones no parecen generar resultados reales, fuera de profundizar fisuras políticas y sociales preexistentes. La crisis de la democracia es en gran medida una crisis de representación o, para ser más precisos, una ausencia de representación.

Incluso Estados Unidos, viejo bastión de la democracia en el mundo, atraviesa una crisis constitucional en torno de un presidente que fue elegido por una minoría de votantes y que desde entonces se ha burlado de las normas democráticas y del Estado de derecho.

Para muchos analistas, la fatiga democrática actual es inquietantemente similar a la del período de entreguerras. Pero hay una diferencia obvia: aquella crisis anterior de la democracia estuvo inextricablemente ligada a los padecimientos económicos de la Gran Depresión, mientras que la crisis actual estalló en un tiempo de niveles de empleo históricamente altos (antes de la crisis mundial por el coronavirus, desde luego).

Durante el período de entreguerras, la gobernanza democrática fue objeto de frecuentes reformas para incluir en ella otras formas de representación. La más atractiva en aquel instante era el corporativismo, que suponía que grupos de interés formalmente organizados negociaran con el gobierno en nombre de un sector ocupacional o económico particular. Se esperaba que esos colectivos de obreros fabriles, agricultores y también empleadores fueran más capaces de llegar a decisiones que las asambleas representativas surgidas de elecciones, a las que se veía como poco prácticas y atravesadas por divisiones políticas irresolubles.

El modelo corporativista de entreguerras hoy provoca rechazo, en particular porque quedó asociado con el dictador fascista italiano Benito Mussolini. Pero por algún tiempo, la idea de Mussolini fue atractiva para políticos de otros países, incluidos algunos que no se consideraban situados en ese extremo político. Por ejemplo, el plan original del New Deal del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt contenía muchos elementos corporativistas, incluidos controles de precios, sujetos a negociaciones entre los sindicatos y las organizaciones industriales.

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Pero es verdad que durante este período también aparecieron dictaduras surgidas de elecciones y pseudoelecciones. Y estos fracasos llevaron en la posguerra a una forma de democracia circunscrita por nuevos límites legales y constitucionales en el nivel nacional. Mientras que los acuerdos internacionales se convirtieron en una presunción implícita de que ciertas reglas eran inviolables; no abiertas a cuestionamientos por ninguna vía, democrática o no. Además, a estas nuevas restricciones jurídicas se les añadieron consideraciones militares, con alianzas internacionales, tipo Otán, como un medio para mantener la seguridad nacional y colectiva.

Una crítica frecuente al orden de la posguerra es que no permitía ninguna opción democrática auténticamente alternativa; de allí que los politólogos occidentales comenzaran a hablar de una amplia desmovilización.

Mucho antes de que apareciera una nueva derecha radical en Alemania, destacados intelectuales alemanes llegaron a la conclusión de que votar no cambiaba nada, que la modernidad es una cuestión de moderados sujetos a limitaciones autoimpuestas que gobiernan en nombre de los desmovilizados: una “letargocracia”.

Necesitamos más inclusividad

De modo que el desafío actual es lograr una mayor inclusividad democrática. El corporativismo a la vieja usanza no puede ser la respuesta, porque la mayoría de las personas ya no se definen exclusivamente (ni siquiera principalmente) por la pertenencia a una sola ocupación. Hoy la identidad personal depende de una compleja serie de factores. La mayoría de los individuos se ven como consumidores, productores, amantes, padres, ciudadanos, personas que respiran un mismo aire… Así que se necesitan nuevas opciones para convertir las complejidades de la identidad actual en expresión política.

Felizmente, las tecnologías modernas pueden ayudar. El ejercicio digital de la ciudadanía (a través de la realización electrónica de votaciones, encuestas y peticiones) es una solución obvia al problema de la pérdida de participación. Esos mecanismos no deberían usarse para decisiones trascendentales que son inherentemente controversiales y divisivas, pero pueden ayudar en lo referido a cuestiones más cotidianas y prácticas, como la ubicación de una red ferroviaria o vial o los detalles de las políticas de control de emisiones.

Esta visión de renovación democrática funcionará mucho mejor en países pequeños, como Estonia, que es un pionero de la ciudadanía digital. Y ciudades individuales podrían hacer lo mismo y así ofrecer enseñanzas a organismos políticos más grandes. Una respuesta local al problema de la representación puede ser el primer paso para la solución global de la crisis de la democracia.

Análisis de Harold James, profesor de Relaciones Internacionales en la U. de Princeton.
© Project Syndicate.

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