Teherán: el virus en un país en crisis
Tantas cosas han pasado en los últimos meses en Irán que a un gran sector de los iraníes les ha costado creer que algo peor, y producido por un virus, pueda matarlos. A otros les ha costado –al menos así fue en un primer momento– creer que el Gobierno les decía la verdad.
Las declaraciones que daban los líderes, en las que trataban de minimizar el impacto al mandar un mensaje de que todo iba a estar bien, y la incapacidad para cerrar los lugares de peregrinación religiosos se contradecían con las alertas que advertían sobre el alcance del virus y la rapidez con la que se expandía. Algunos se alarmaron y se refugiaron en las costas del mar Caspio, lo que terminó por crear una crisis en el norte del país, donde rápidamente la situación se hizo crítica. Otros se encerraron en sus casas y muchos siguieron su vida normal.
Golnar Teheraní es uno de ellos. Vende tapabocas en el gran bazar de Teherán, donde, si bien la afluencia no es igual que en otras épocas, no ha dejado de circular gente. Cientos de personas se abren paso en sus calles y corredores abovedados donde no hay manera de escapar del contacto físico.
No importa que lleven tapabocas o guantes, la cercanía es extremadamente angustiante. “Hoy iba a trabajar y desafortunadamente vi los centros comerciales de ciertas áreas –aquellas donde viven las clases menos privilegia-das– llenos de compradores, el tráfico está igual que siempre… ¿Cómo es posible en la tierra que esta nación gloriosa esté ignorando las alertas y llamados del personal médico mientras que las calles de otros países están cien por cien vacías y la gente ha decidido aislarse?”, se preguntaba con angustia en la televisión pública el ministro de Salud, Saeed Namaki, el jueves 12 de marzo, cuando el número de muertos ascendía a 429.
Una semana después, había más de 17.000 contagiados y 1.100 muertos, pero la presencia de gente en algunos sectores de la ciudad, incluido el bazar, era mayor: las escenas de calles congestionadas contrastaban con los videos distribuidos en redes sociales donde los médicos y enfermeras intentaban subirse el ánimo bailando en los hospitales, a pesar de que con los días se conocía que muchos de ellos habían muerto por contagio. Uno de los videos que más conmoción causó fue el de una morgue donde se veían cuerpos envueltos en bolsas negras y que, según el autor, eran víctimas del virus. Luego se supo que el autor había sido detenido, como lo han sido muchos de los que se han atrevido a cuestionar las cifras oficiales.
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El Gobierno, después de informaciones confusas en las que desde las Fuerzas Militares aseguraron que los almacenes se cerrarían y las calles quedarían vacías, ratificó que bajo ningún motivo declararía cuarentena. Lo mismo hizo el Gobierno de Teherán, la capital, donde se da el mayor número de casos, que aseguró que no podía dar apoyo a una ciudad completamente inmovilizada. Eso sí, le decían a la gente que no tenían por qué estar en la calle, que se quedaran en casa. Pero ¿cómo se puede esperar que una población que pasa por una de las mayores crisis económicas de su historia, y que cada día se siente más empobrecida, se dé el lujo de encerrarse?
Desafortunadamente vi los centros comerciales de ciertas áreas –aquellas donde viven las clases menos privilegiadas– llenos de compradores, el tráfico está igual que siempre…
Crisis superpuestas
Tal como sucedió en China, la expansión del coronavirus coincidió con las cercanías del año nuevo persa, o Noruz, que confluye con el equinoccio de primavera, que este año bisiesto cayó el 20 de marzo. Esta es la época del año para dar regalos, renovar el armario y redecorar la casa. Pero también es la época en la que los comerciantes, emprendedores y empresarios tienen sus esperanzas. “No me puedo quedar en casa. Tengo que sostener a mis hijos, pues lo que se gana mi esposo no es suficiente”, dijo días antes del Noruz una joven de 32 años que vende tapabocas. A su alrededor, decenas de personas utilizan triquiñuelas, especialmente los gritos y hasta los alaridos, para ofrecer sus productos. Esta época era la esperanza de muchos para salvar un año que fue el más malo –y no solo a nivel económico– que se recuerde en el país desde el fin de los ocho años de guerra contra Irak, en 1988. Además, los iraníes tenían mucha ilusión por las vacaciones en las que, así hubiera poco dinero, iban a tomar sus carros e irse de viaje por el país.
En los últimos 12 meses, los iraníes han sido testigos de las inundaciones más fuertes de las últimas décadas: la ‘guerra económica’ impulsada por Estados Unidos al imponer nuevas sanciones y prohibir al mundo la compra del petróleo iraní, los ataques sospechosos a embarcaciones petroleras en el golfo Pérsico y el derribo de un dron estadounidense que habría entrado a territorio iraní y que tuvo a Donald Trump a punto de iniciar una guerra; las protestas en más de 100 poblaciones desatadas por el incremento repentino del precio de la gasolina, que terminaron con la quema de decenas de bancos y gasolineras, pero también con la muerte de al menos 304 personas, según Amnistía Internacional –porque el Gobierno se niega a dar cifras–; el asesinato del general Qasem Soleimani y, cuando ya se creía que no podía haber algo peor, el derribo de un avión con 176 pasajeros, de los cuales la mayoría eran jóvenes de clase media iraníes o de origen iraní cuyo único pecado era haber salido del país a buscar un futuro decente.
En elecciones parlamentarias del 21 de febrero, que se dieron cuando se anunciaron los dos primeros casos de muerte por coronavirus, la gente no votó, no por temor al fantasma de ese virus, cuya dimensión no se entendía bien para entonces, sino porque había dejado de confiar en los políticos y en un Parlamento cada vez más desprestigiado. La participación terminó por ser de un 42 por ciento, la más baja en la historia de la República Islámica. Y, en Teherán, solo votó el 28 por ciento, una cifra sin precedentes para un sistema que considera cada elección como un plebiscito de respaldo a la revolución.
Pero, en pocas horas, el fracaso de las elecciones y la victoria rotunda del sector más radical desaparecieron de la conversación para dar paso al coronavirus, que se extendía rápidamente. Se tomaron medidas: cerraron cines, teatros y –por primera vez en la historia de la República Islámica– las oraciones de los viernes, además de las universidades y los colegios. Pero siempre estaba la idea de que esto iba a ser algo pasajero.
Este sentimiento de que la crisis sería breve fue reforzado por la actitud del Gobierno, que siempre mandó mensajes confusos. Habilitaban líneas telefónicas que daban instrucciones sobre el virus y cómo proceder si se tenían los síntomas, ponían a disposición de la población una página de internet donde podían ser diagnosticados virtualmente, buscaban alternativas para producir localmente pruebas para detectar el virus, pues las más comunes no podían llegar al país como consecuencia de las sanciones económicas, que han tenido un altísimo impacto en la capacidad de reacción del sistema de salud.
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Los hospitales estaban en máxima alerta con miles de doctores y enfermeras que ponían su vida en riesgo a pesar de no contar, en muchos casos, con equipos de protección necesaria. Pero cada vez que intentaban explicar lo que pasaba, mandaban un mensaje contrario, al querer restarle gravedad a la situación.
El presidente, Hasán Rohaní, habló de cómo los casos que había en el país se recuperaban rápidamente, esto a pesar de que, con las horas, se sabía de más personas del régimen que habían sido diagnosticadas con el virus: al menos 24 parlamentarios y otros tantos funcionarios, de los cuales han fallecido más de una decena. Y el líder supremo, Alí Jamenei, dirigió su atención hacia Estados Unidos y explicó cómo desde allí se había buscado expandir el virus, una idea que luego fue replicada desde otros altos cargos del régimen, incluida la cúpula militar.
La Organización Mundial de la Salud, que ha reconocido el esfuerzo de los servicios médicos iraníes, cree que los casos pueden ser cinco veces mayores a los que se conocen
Para entonces, decenas de voces en el país pedían mayores medidas para controlar la expansión del virus, incluido el cierre de la mezquita y los mausoleos de las dos principales ciudades religiosas de Irán, Mashhad y especialmente Qom, donde surgieron los primeros casos del virus en Irán. A pesar de las insistencias de muchos políticos, y del Gobierno, un sector del clero y del sistema se opuso rotundamente a poner en cuarentena la ciudad y, menos aún, a cerrar los monumentos. La disputa sobre cómo proceder con los lugares religiosos deja en evidencia cómo las diferentes visiones de sociedad, e incluso la división política dentro del sistema, han afectado esta crisis.
Nadie olvida que fue uno de los parlamentarios de esa ciudad, Ahmad Amirabadi Farahani, quien tuvo la valentía de pararse frente al Parlamento –antes de que se cerrara por el virus– para advertir que solo en Qom se habían dado 50 muertos por el virus en las dos últimas semanas. Una cifra que superaba de lejos las estadísticas del Gobierno. Pero muchos lo desmintieron, entre ellos el viceministro de Salud, Iraj Harirchi, que el lunes 23 de febrero apareció en compañía del portavoz del presidente durante su rueda de prensa semanal. “Si el número –por los muertos– es al menos la mitad de los que él dice, yo renuncio”, dijo Harirchi. Días después se conoció que había dado positivo y luego se reintegró al trabajo.
El peso de las sanciones
Harirchi fue uno de los privilegiados que tuvieron acceso a la prueba, que por las sanciones económicas solo se hacen en casos muy específicos en Irán. No todos los pacientes pasan por este procedimiento, ni mucho menos las personas con síntomas medios, que terminan por ser tratadas en sus casas.
La Organización Mundial de la Salud, que ha reconocido el esfuerzo de los servicios médicos iraníes, cree que los casos pueden ser cinco veces mayores a los que se conocen.
La principal razón para no tener los instrumentos de medición son las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos, que han afectado la capacidad de Irán para acceder a las pruebas, pero también a las medicinas, tubos y máquinas respiratorias.
Esto quedaba detallado en una carta enviada por Irán al Fondo Monetario Internacional, en la que pedía ayuda por 5.000 millones de dólares, algo inédito para un país que desde 1960 no acudía a este organismo financiero para pedir apoyo. Probablemente ese dinero no será aprobado, pero si esta crisis tiene afectadas a las economías de las mayores potencias del mundo, ¿cómo no lo va a estar la de un país sometido a las peores sanciones que se conozcan?
En los últimos días, Irán ha lanzado una campaña para que otros países presionen a EE. UU. a fin de levantar las sanciones. Las medicinas no están sancionadas, pero sí las transacciones financieras a través de las que se compran. Washington ha dicho que se puede utilizar un canal comercial puesto en marcha por Suiza para comprar productos como medicinas, pero Irán no lo acepta hasta que no se levanten otras sanciones, y lleva a cabo una campaña para que otros países lo apoyen, conscientes de la catástrofe que se puede desatar en Irán si el virus no logra controlarse a tiempo.
Como para los iraníes la vida ha sido tan dura en los últimos años, muchos piensan que es imposible que pueda ser aún peor. Y, más aún, no todos tienen la conciencia de que el coronavirus sea tan grave, a pesar de los anuncios de advertencia.
Lo mismo sucede con las secuencias de personas que se desmayan en la calle como consecuencia del virus. Hay decenas de ellas. Pensé que podía ser un montaje de los iraníes opositores en el extranjero, que en muchas ocasiones buscan crear pánico dentro del país. Pero en la última visita al bazar antes de Noruz vi a una mujer tirada en el piso que le costaba respirar. Nadie se le acercaba y los policías, desde la distancia, llamaban una ambulancia. Solo una joven con máscara y guantes se atrevió a acercarse para tratar de calmarla.
“Corona, corona”, murmuraban los transeúntes mientras continuaban su camino.
CATALINA GÓMEZ ÁNGEL*
*Publicado en la revista DONJUAN