‘Oyentes, nos invaden los marcianos’: una noche trágica en Quito
Una noche, hace 71 años, los ecuatorianos escucharon desde la intimidad de sus casas una voz que les anunciaba el fin del mundo. La emisora Radio Quito dio la noticia de una invasión marciana, sin especificar que era una adaptación de la novela La guerra de los mundos, de H. G. Wells.
Cuando se reveló la mentira, el miedo fue sustituido por la ira. Una multitud incendió la emisora, sede también del diario El Comercio. Seis personas murieron y el autor de la radionovela, Leonardo Páez, fue castigado con el repudio y el exilio. Este es el relato de una noche en la que, como ahora, con la pandemia y el confinamiento, la vida sucedía a través de los medios de comunicación.
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“¡Buenas noches, queridos amigos del aire! ¡Son las nueve en el territorio nacional! ¡Tendremos hoy, óiganlo bien, una noche verdaderamente inolvidable, inolvidable, dable, ble, ble!”*.
El locutor Raúl López no mentía. Sus palabras se multiplicaron una vez pronunciadas, reproducidas por los miles de receptores de radio que rompían el silencio de la noche del 12 de febrero de 1949 en las casas de Quito, a la espera del programa del dúo Benítez y Valencia.
Pero cuando los cantantes llegaban con esfuerzo a una nota aguda del pasillo Para mí tu recuerdo, la voz de López volvió a aparecer para hacer un anuncio de último minuto: “¡Nos invaden los marcianos, marcianos, cianos, nos, nos!”.
Y no hubo más música. El fabuloso programa de la canción criolla, de Radio Quito, la voz de la capital, se convirtió en los minutos siguientes en el cubrimiento en vivo del fin del mundo.
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“Estimados radioescuchas, la civilización está herida de muerte. Ese es el hombre en su tragedia. Es la especie frente a su desaparición… ¡Por irremediable, señores, aceptemos lo irremediable!”, dijo López, antes de abandonar la transmisión.
Otro locutor, Luis Beltrán, tomó su lugar y continuó con los reportes sobre la trayectoria de los marcianos. Según la información de “calificadas agencias internacionales” y del diario El Comercio, el principal de Ecuador y que funcionaba en ese mismo edificio, los alienígenas habían atravesado la atmósfera a la altura de las islas Galápagos, girado hacia el este y en ese momento hacían su aterrizaje en la población de Cotocollao, al norte de Quito.
El alcalde, el arzobispo de la ciudad y finalmente el ministro de Gobierno de Ecuador pasaron por los micrófonos para confirmar la tragedia. Este último anunció una sospecha poco alentadora: las armas del país no eran suficientes para contrarrestar las de los marcianos.
Luego de su declaración, Beltrán tomó la palabra. Hizo una pausa, puso un tono más grave y dijo: “No olviden, consecuentes amigos del aire, no olviden a Orangine, el único refresco de naranja pura, pura naranja, ideal para acabar la sed”.
Es la especie frente a su desaparición… ¡Por irremediable, señores, aceptemos lo irremediable!
A las nueve y dieciocho minutos, “hora nacional Orangine”, Beltrán dio paso al reportero de sucesos Leonardo Páez, quien informaba desde Cotocollao. En la plaza, dijo, veía a los marcianos: dos figuras similares a torres de energía, que se movían de lado a lado, “de manera algo similar a la danza clásica” y que desprendían brillos verdosos como luces de Bengala.
De uno de los esqueletos metálicos –continuó la narración– salía un brazo empuñando una especie de disco transparente. Era un arma. Páez contó cómo disparaba un chorro líquido de color ámbar que hizo desaparecer en un instante la casa parroquial.
“Creo que ha llegado el momento de retirarme de aquí”, dijo Páez. Pero era tarde. Ahora el disco le apuntaba a él. “El torrente de luz viene hacia mí, y yo lo espero. ¿Qué ocurre? ¿Estoy reduciéndome? ¿Voy a desaparecer? ¡No, no, no! ¿Qué ha sido de mí? ¡Aaaaah!”.
Silencio. Tras unos diez segundos, Beltrán retomó la transmisión: “¿Oyeron ustedes, amigos del aire? ¡Fue un grito de agonía! El más destacado cronista de sucesos ha sido desintegrado. Leonardo Páez ha muerto”***
A salvo, en la cabina de Radio Quito, Páez emitió su último estertor a través de un vaso que distorsionaba la voz y le daba un sonido similar al de una transmisión entrecortada en el lugar de los hechos.
Agregar su propia muerte en la obra le pareció un giro dramático interesante. Fue uno de los elementos que, como director, decidió incluir en la adaptación de La guerra de los mundos, del escritor estadounidense H. G. Wells, que había preparado durante esos meses, con base en un libreto llevado a Ecuador por el actor chileno Eduardo Alcaraz.
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La idea era replicar en América Latina el experimento radial que, 11 años antes, en 1938, había causado pánico en las calles de Nueva York, cuando el guionista Orson Welles, tomando como base la obra de Wells, aparentó ser un presentador de noticias de la cadena CBS y anunció a los radioescuchas que Estados Unidos estaba bajo una invasión extraterrestre.
Páez se propuso ir, incluso, más lejos, llevar la obra al límite máximo de la verosimilitud. Entrenó a actores para que encarnaran a los poderes del Estado, ideó efectos especiales caseros para imitar, entre otros, el sonido de las armas invasoras y, en los días previos al estreno de la radionovela publicó en las páginas de El Comercio la noticia de que unos indígenas habían avistado platillos voladores que sobrevolaban las montañas de Pasto (Colombia).
Usó cada recurso que le permitía esa frontera entre la realidad y la ficción que era su oficio, como reportero de sucesos de El Comercio y, a la vez, director artístico de radionovelas en Radio Quito.
En el segundo piso se dedicaba a escribir un registro diario y detallado de asesinatos, robos, violaciones y estafas que ocurrían en la ciudad; en el tercero, en cambio, era el artífice de los dramatizados radiales que penetraban en la intimidad de las familias; las palabras detrás de las voces de los héroes y heroínas imaginarios que los oyentes llegaban a amar, y a través de los cuales podían “intentar la vida”, retomando las palabras que eligió el comunicador ecuatoriano José Laso para describir la época de esplendor de la radio.
Consciente de las preferencias de la audiencia, Páez eligió el mejor horario posible para el estreno de su obra: el programa de la canción criolla, en medio de un concierto del dúo Benítez y Valencia, quienes esa noche llegaron al edificio de El Comercio, en la avenida Chile con Benalcázar, a una cuadra del Palacio de Gobierno, con tan solo tres canciones ensayadas, y al llegar vieron que por público solo tenían a dos personas: la novia de Páez, Amapola García, y su sobrino René.
Alcanzaron a interpretar una canción y media. Fue entonces cuando los interrumpió López con la noticia de la invasión marciana. Los artistas, indiferentes al teatro al que habían sido invitados, subieron a la cafetería, en el cuarto piso del edificio, y se pusieron a ensayar con sus músicos, el violinista Perfecto Alvarado y el pianista Raúl Molestina.
Seguían allí cuando empezaron a escuchar los gritos. Afuera, en la avenida, una multitud –compuesta por aquellos que no recurrieron a las iglesias para confesarse, a los sótanos como refugio improvisado, o a una ventana para arrojarse y anticipar su muerte– se había reunido en torno a la emisora que traía las noticias del fin del mundo.
El ruido de la muchedumbre cada vez más intranquila también llegó a la cabina, donde dos supuestos sobrevivientes sostenían un diálogo. Solo en ese momento Páez entendió hasta qué punto había tenido éxito su idea de fingir una invasión incluso más creíble que la de Welles. Pero era tarde.
En un último intento, interrumpió a los actores, se puso frente al micrófono y dijo: “Soy Leonardo Páez, esta es una adaptación de la obra La guerra de los mundos. No fui desintegrado por estos seres fantásticos. Estoy vivo”.***
La furia que se desató esa noche luego de esas palabras solo puede entenderse si se dimensiona la ofensa. A mitad de siglo, “la radio era equivalente a la verdad”, afirma el historiador ecuatoriano Rafael Racines.
Fue una voz a través de un radiodifusor la que narró, solo durante esa década, los cuatro derrocamientos presidenciales en Ecuador, la Segunda Guerra Mundial y la invasión peruana en 1942, que volvió a la memoria de muchos que esa noche imaginaron la derrota ante un nuevo enemigo, esta vez extraterrestre.
Lo que los quiteños escucharon, pues, no fue la mentira de un locutor desconocido, sino la de un confidente. Fueron engañados por un medio, la radio, cuyo poder contarles la realidad y tramitar sus incertidumbres– había sido hasta entonces tan absoluto como invisible.
La muchedumbre, que aumentó tras la revelación de Páez, rompió las puertas de hierro de la planta baja del edificio de Radio Quito. Roció trapos con gasolina y los arrojó al primer piso, donde estaban la prensa y los rodillos de papel. Pronto, la estructura comenzó a ser consumida por un fuego que era alimentado por las propias páginas del diario El Comercio.
La columna de humo que se elevaba hasta perderse en el cielo nocturno, visible desde los balcones a 10 cuadras a la redonda, es uno de los primeros recuerdos del historiador ecuatoriano Gonzalo Ortiz, quien entonces tenía 4 años y mantiene en la memoria los gritos de confusión en la calle de las personas que aún se preguntaban si asistían al apocalipsis.
Soy Leonardo Páez, esta es una adaptación de la obra La guerra de los mundos. No fui desintegrado por estos seres fantásticos
Dentro del edificio, en cambio, no había dudas: esa era la hora del fin. Asfixiados por el humo, los músicos y varios periodistas buscaron una salida saltando a un edificio vecino.
“El camino no era fácil en la oscuridad, debían descender sobre los ladrillos salientes, prácticamente expuestos al vacío”, relata el libro Radiodifusión en la mitad del mundo, de Álvaro San Félix, en su capítulo dedicado al incendio.
El riesgo fue demasiado para el pianista Raúl Molestina, quien decidió volver al cuarto piso y esperar allí a ser rescatado. Para cuando fue encontrado, a la mañana siguiente, era un despojo de restos carbonizados.
El violinista, Perfecto Alvarado, sí intentó la maniobra, pero perdió el equilibrio y cayó varios pisos. Páez, consciente de que incluso si salía era esperado por la muchedumbre que minutos antes lloraba su supuesta muerte y ahora quería asesinarlo, se puso un overol para hacerse pasar por un linotipista y se lanzó por una ventana entre el tercer y el cuarto piso que daba al colegio La Providencia. Su novia y el sobrino de esta seguían en el edificio.
El único que se quedó en su sitio frente al micrófono fue Beltrán. Mientras las llamas consumían el estudio, Alvarado agonizaba estrellado contra el suelo y Páez se abría paso entre las terrazas de la cuadra hasta encontrar refugio en la casa del actor Antonio Luján, el locutor seguía inmóvil frente al micrófono: “El señor presidente Plaza nos conoce. Somos sus amigos de canciones y deportes. Amigos oyentes, auxíliennos”, repetía. Y no mentía. Pero para ese punto de la noche poco importaba la distinción entre lo cierto y lo falso.***
La mañana del 13 de febrero, el centro de la ciudad parecía, en efecto, el escenario de un ataque de otro mundo. José Laso salió de la mano de su madre a ver los restos del desastre y se fijó, en especial, en el piso de lo que había sido la imprenta.
“Parecía un espejo de plomo derretido”. Una lámina iluminada por el sol que le devolvía a esa ciudad traumatizada por la invasión y los golpes militares un reflejo de lo que podía hacer su miedo.
Hubo seis muertos. Además de los dos músicos, la prensa registró como víctimas a Carmela Salazar, esposa del administrador del bar del edificio, a una de sus empleadas y a la novia de Páez, Amapola García, y su sobrino René.
La ira de los ciudadanos, sin embargo, se esfumó tan rápido como apareció, excepto contra una persona: Leonardo Páez. “Dio su nombre, esa fue su condena”, dice Ortiz. El director de la radionovela siguió escondido durante varios días. Eventualmente fue absuelto por un juez, pero no por la ciudad.
Los siguientes meses intentó volver a la radio, pero se había esforzado en encarnar a uno de los personajes de su radionovela que, de alguna forma, nunca pudo dejar de serlo.
Se autoexilió en Venezuela, donde vivió hasta su muerte, en 1992, pero antes escribió una novela testimonial sobre la noche del 12 de febrero de 1949, que tituló Los que siembran el viento, cuyo prólogo, escrito por José Laso, concluye con esta frase: “Al final, a veces sin querer, ‘sembramos vientos y cosechamos tempestades’”.
El libro, dice Ortiz, “fue una forma de reivindicación”. La carta de redención de un hombre condenado por su habilidad para fabricar demasiado bien una mentira, y que, incluso, casi cuarenta años después, en 1986, durante su única visita a Ecuador luego de la transmisión, no podía abstenerse de la tentación del autoelogio: “Intervine como actor representándome a mí mismo, y como tal moría en la plaza de Cotocollao. Fue estremecedor. ¡Han matado al loco Páez!, decían. No hay duda, hice un magnífico papel”.
JUAN MANUEL FLÓREZ ARIAS
EL TIEMPO @juanduermevela
* Fragmentos de la emisión tomados de la novela testimonial ‘Los que siembran el viento’, publicada por Leonardo Páez en Caracas en 1982, y a la que tuvimos acceso gracias al comunicólogo ecuatoriano Iván Rodrigo Mendizábal.