El derrumbe del Reino Unido tras su retiro de la Unión Europea
La crisis del brexit es la más reciente y dramática expresión de un fenómeno de mucho más alcance que el retiro del Reino Unido de la Unión Europea (UE). Se trata de la declinación definitiva del reino que en sus tiempos gloriosos fue el dueño de los mares del mundo y la cabeza de un imperio comparable a otros de dimensiones universales como el Imperio romano y la España de Felipe II, quien sentenció con orgullo que en sus dominios no se ponía el sol.
El eclipse de lo que fue el Imperio británico desvalorizó a tal punto los símbolos del poder de Londres que el 14 de octubre, cuando la reina Isabel II instaló el Parlamento con la usual pompa y ceremonia mientras los partidos políticos estaban trenzados en el duelo del brexit, casi nadie en el Reino Unido, y menos fuera de él, puso atención al complicado ceremonial con los vistosos carruajes de la monarquía y demás ingredientes que todavía celebran una rancia tradición que ahora solo es un cascarón vacío.
Hace mucho pasaron los tiempos en los que el cetro real y demás símbolos imperiales reflejaban un poder real, pero las élites políticas británicas parecen seguir viviendo en el pasado.
El profesor de Oxford Danny Dorling puso esta realidad de relieve en su libro Rule Britannia: Brexit and the End of Empire (Gobernar a la Gran Bretaña: el brexit y el fin del imperio), al decir que el brexit fue causado por “una minoría que tiene una idea equivocada, peligrosa e imperialista del papel de la Gran Bretaña en el mundo”. Son los que añoran el imperio y no abandonan la idea de grandeza que aquel insufló en los británicos y se acentuó por haber ganado dos guerras mundiales y no haber sido invadidos por los nazis, como otros países europeos y hasta la Unión Soviética.
La herencia imperial
El profesor Dorling no comparte esas ideas de grandeza y, al contrario, las rechaza porque han contribuido a perpetuar una imagen que no corresponde a la realidad. No solo porque el Imperio británico ya no existe, sino porque su historia no debería ser motivo de orgullo para ningún inglés. Basta recordar algunos capítulos de sus cuatro siglos de duración, en los que se extendió a dominios, colonias, protectorados y otros territorios que llegaron a comprender una cuarta parte de la población mundial y una quinta parte de los territorios del planeta.
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Por ejemplo, el régimen de la esclavitud y el consiguiente comercio de esclavos entre las colonias británicas de África y América desde el siglo XVI hasta el XIX. O las guerras del opio contra China (la primera en 1841 y la segunda en 1856) para imponer las exportaciones del estupefaciente realizadas por la Compañía Británica de las Indias Orientales al Imperio chino. O la explotación inmisericorde de la India, la “joya de la corona” del imperio, con medidas como la imposición de un salario en especie a los trabajadores equivalente a una ración menor que las de un campo de concentración nazi, durante el periodo victoriano, o sea, el del largo reinado de la reina Victoria (1837-1901).
Obviamente, la historia del Imperio británico no se puede reducir a unas pocas etapas, ni todo en ella fue oscuro. Además de contribuir al espectacular crecimiento económico del Reino Unido y a su peso en el mundo, incrementó la tecnología y el comercio, difundió el inglés y estableció colonias que hoy son potencias, comenzando por Estados Unidos.
Su primera y más esplendorosa etapa, bien avanzado el siglo XVI, fue la de la reina Isabel I, en la que rivalizó con el Imperio español.
En los siguientes dos siglos, mientras el imperio se expandía, la Gran Bretaña se vio envuelta en diversas guerras, una de las cuales, librada contra Francia entre 1754 y 1755, se extendió a América del Norte y consolidó su dominio sobre las colonias que más tarde constituirían la Unión Americana.
La pérdida de estas últimas en 1776 fue compensada por la colonización de Oceanía (Australia y Nueva Zelanda), de la India y de varios territorios africanos. Pero entre mediados del siglo XIX y comienzos del XX, el imperio se transformó con la extensión del estatus de Dominio a Terranova, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, que entraron a formar la Commonwealth (Mancomunidad).
Al mismo tiempo, Gran Bretaña perdió su predominio como el primer país industrializado con la emergencia de otras potencias como Alemania y Estados Unidos.
Tras la Primera Guerra Mundial y la caída del Imperio otomano, el Reino Unido obtuvo el control de Palestina y Mesopotamia, así como el de varias excolonias alemanas en África, con lo cual alcanzó su mayor extensión. Pero los costos de la guerra le impidieron mantener la capacidad para financiar tan vasto imperio, y esto no tardó en conducir a la independencia gradual de sus dominios.
La Segunda Guerra Mundial aceleró este proceso, que se concretó en la independencia de la India en 1948 y la de otros territorios de Asia y África en las décadas siguientes.
Hace mucho pasaron los tiempos en que el cetro y los símbolos imperiales reflejaban un poder real, pero las élites políticas británicas parecen seguir viviendo en el pasado
El carácter inglés
La británica es una identidad muy singular, forjada a lo largo de muchos siglos. Esa identidad cristalizó con la unión de Inglaterra y Escocia en 1603, se consolidó con la creación del Reino de Gran Bretaña en 1707 y alcanzó su apogeo durante las guerras napoleónicas y la época victoriana, en la que la Gran Bretaña llegó a la cúspide de la Revolución Industrial y del Imperio británico.
Desde la costumbre de manejar por la izquierda, al contrario de la mayoría de países, hasta el uso de un inglés pronunciado de manera diferente al que se habla en sus excolonias de Estados Unidos, los británicos siempre se han caracterizado por ser distintos y ‘llevar la contraria’. Esto es tan característico de ellos como su puntualidad, fino humor y reserva emocional, que llevaron a la antropóloga Kate Fox, autora de Watching the English (Observando a los ingleses) a definir el carácter de sus compatriotas como “una combinación de autismo y agorafobia”.
La tendencia aislacionista de los británicos cedió en la década de 1970 ante los esfuerzos integracionistas de los líderes europeos, y hasta no hace mucho, los argumentos en favor de permanecer en la UE pesaron lo suficiente para que la mayoría de ciudadanos los apoyaran. Pero un descontento creciente con las autoridades comunitarias, fomentado por el sector más radical de la derecha política, llevó en 2015 al primer ministro David Cameron a jugársela en las urnas para poner fin a la discusión, con el resultado de perder el referendo de 2016 y sepultar el país en una de sus peores crisis.
Vacilación ante Europa
El Reino Unido titubeó antes de ingresar a la UE en 1973, y lo hizo contra la oposición de los nacionalistas, que exponían argumentos semejantes a los partidarios del brexit: la larga y gloriosa historia británica no había terminado, el país no tenía que aceptar condiciones, castigos y limitaciones comunitarias porque no había sido vencido en la guerra, y no debía someterse a lo que algunos llegaron a llamar “una especie de superestado nazi suavizado”.
Con ese mismo raciocinio, el país fue conducido al abismo en 2016, mientras una parte de la población, incluyendo a muchos políticos, permanecía indiferente. Durante los intensos debates sobre el retiro de la UE fue común ver a los parlamentarios concentrados en su celular. Jacob Rees-Mogg, líder conservador de la Cámara de los Comunes, fue sorprendido por las cámaras durmiendo la siesta en su banca del Parlamento.
No es algo nuevo, pues hace tiempo que en los sobrios recintos donde se reúnen los lores y los comunes ya no se escuchan grandes discursos ni se discute sobre asuntos de calibre mundial.
Los partidos Conservador y Laborista, que dominaron la escena política británica por más de un siglo, han perdido mucho de su esencia y caído en manos de los populistas. El mayor triunfo de estos últimos es el brexit, que está conduciendo al desmoronamiento del Reino Unido. Para que este sea completo solo falta que se cumpla el divorcio de Escocia y se realice el sueño de reunificación de los republicanos de Irlanda del Norte.
Imitando a Trump
Los promotores del brexit basaron su argumentación en el supuesto de que volverían a la Gran Bretaña “grande otra vez”, parodiando el eslogan de Donald Trump. Según ellos, el retiro de la UE resucitaría la grandeza británica porque el Reino Unido recuperaría su independencia de los burócratas de Bruselas y rescataría su estatura mundial. No hablaban de los efectos negativos, como el alza de la vivienda y los servicios médicos y el estancamiento de los salarios.
Solo decían que después de cuarenta años de estar subyugados por Europa, se reactivarían las rutas comerciales a la India, Australia, América y otras partes del mundo, y ya no entrarían más inmigrantes, comenzando por el millón que se esperaba de Turquía si este país se convertía en miembro de la UE.
Los millones de británicos que votaron por el brexit no debieron imaginar lo que se vendría. Cuando se protocolice el retiro de la UE, los ciudadanos del Reino Unido necesitarán permiso para vivir, estudiar o trabajar en los países de Europa continental, así como los de estos países verán restringidos los mismos derechos en territorio británico. Estas dificultades afectarán a personas, empresas e instituciones de ambos lados.
Otro tanto puede decirse del millón de británicos que viven en los 27 países que seguirán siendo miembros de la UE. Para comenzar, la devaluación de la libra ya les ha hecho la vida más cara. No se sabe si podrán seguir cubiertos por el sistema de seguridad social del país donde viven. Tampoco se podrán mover libremente ni buscar trabajo en Europa, como hasta ahora. En esto quedarán para ellos, así como para los que permanecen en territorio británico, los sueños de grandeza que fabricaron con ligereza los partidarios del brexit.
LEOPOLDO VILLAR BORDA
ESPECIAL PARA EL TIEMPO