‘La absolución a Trump es una grave distorsión de la democracia’

En un debate en la Cámara de los Comunes, el ex primer ministro del Reino Unido Winston Churchill acuñó una admirable proposición: “La democracia es la peor forma de gobierno, con excepción hecha de aquellas otras que han sido ensayadas una y otra vez”.

Según este planteamiento, puede ser que en el corto plazo haya muchas decisiones que lamentar, pero en el largo plazo el balance de la democracia parece haber sido siempre positivo.

Sin embargo, quien tome como referencia la forma como se ha comportado el Senado de los Estados Unidos en el juicio al presidente de ese país, Donald Trump, comenzaría a poner en duda la proposición churchilliana.

De partida, hay evidencia concluyente de que Trump le pidió al presidente de Ucrania que investigara al hijo de un precandidato demócrata, con asiento en la junta directiva de una empresa ucraniana, para desacreditar a su padre, quien entonces lideraba las encuestas.

Hay evidencia concluyente también de que varios diplomáticos al servicio del presidente Trump le pidieron al Gobierno ucraniano que iniciara la mencionada investigación.

El mismo día que se inició el juicio en el Senado, una entidad similar a nuestra Contraloría General de la República publicó el hallazgo de que Trump congeló ilegalmente la ayuda militar a Ucrania, que había sido aprobada por el Congreso.

Este hallazgo confirma lo dicho por numerosos testigos: Trump procuró obtener una ventaja indebida en las elecciones de este año abusando de su poder y violando la ley.
La contundencia de las pruebas en contra de Trump debería haber motivado al Senado a destituirlo.

Tal es la sanción prevista en la Constitución estadounidense cuandoquiera que el presidente incurre en los delitos de traición, soborno o cualquier otra falta caracterizada por “el abuso o la violación de la confianza pública”. Según el autorizado primer comentarista de esta disposición constitucional, Alexander Hamilton, el Senado sería la institución mejor calificada para juzgar al presidente.

Hamilton previó que una acusación en contra suya agitaría las pasiones de la comunidad y dividiría al país en aquellos a favor y en contra, probablemente al tenor de divisiones previas entre facciones políticas de distinto orden. Así las cosas, existiría siempre el grave peligro de que el asunto se resolviera no con base en las pruebas de la inocencia o culpabilidad del acusado sino de acuerdo con la mayor o menor fuerza de cada partido.

trump

El presidente sostuvo el periódico The Washington Post, que titula sobre su absolución en el Senado.

Foto:

Bloomberg

El Senado, por el contrario, no se apresuraría a tomar ninguna decisión sino que le daría a cada argumento el peso debido. Por tanto, sería capaz de asegurar la necesaria imparcialidad y equidistancia entre el presidente, el acusado, y los representantes de la Cámara, sus acusadores.

Lo que sucede hoy en el Senado estadounidense está muy lejos de la previsión de Hamilton. El líder del partido republicano en el Senado, Mitch McConnell, se reunió con los abogados de Trump para asegurar que el juicio fuera tramitado de la manera más expedita posible y con el menor riesgo para el presidente. Es decir, ha actuado como juez y parte al mismo tiempo. El senador Lindsey Graham, también republicano, declaró en noviembre del año pasado: “No voy a pretender ser aquí un jurado imparcial (…) Haré todo lo que pueda para que (el juicio político al presidente) se hunda”.

El resto de senadores republicanos se ha comportado de modo similar. En las votaciones preliminares del juicio relativas a la obtención de pruebas adicionales, los republicanos han hecho lo mismo que hicieron los demócratas en el caso del juicio político a Bill Clinton hace dos décadas: han votado de acuerdo con la línea del partido, esto es, a la luz de cálculos políticos, en oposición al sentido de la justicia.

Si uno continúa examinando las votaciones del Senado estadounidense en otros temas, como la elección de los magistrados de la Corte Suprema federal, encontrará un patrón similar.

Cuando los demócratas han tenido la mayoría en el Senado, han votado abrumadoramente por juristas que tienen posiciones idénticas a las del Partido Demócrata; cuando los senadores republicanos han sido la mayoría, han votado de manera exactamente opuesta.

Si el presidente es del mismo partido que la mayoría de los senadores, lo que harán es elegir magistrados de su mismo partido

Este espíritu faccioso da al traste con el principio de separación de poderes. De acuerdo con la teoría política que sirvió de base al diseño constitucional de los Estados Unidos, diseño que luego fue imitado en casi todo el mundo, los tres poderes del Estado –el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial– deben funcionar como un sistema de frenos y contrapesos. Sin interferir en el área de acción de los demás, los tres poderes deben vigilarse continuamente. Así evitan la concentración de poder, que es la principal causa del despotismo y la corrupción.

Los llamados ‘padres fundadores’ diseñaron las instituciones políticas de Estados Unidos con el ojo puesto en el efecto nocivo de las facciones en la vida de la república.

Creyeron que distritos electorales uninominales bastante extensos, esto es, circunscripciones en las cuales se elige solo un representante, serían el mejor freno a esas facciones. Sin embargo, la alteración de los mapas de esos distritos electorales para favorecer a un partido en desmedro del otro ha anulado completamente el propósito que tuvieron en mente.

El resultado, al final, es bastante sombrío: si el presidente es del mismo partido que la mayoría de los senadores, lo que harán es elegir magistrados de su mismo partido.

Aunque no hay concentración de poder en manos de un único individuo, como sucedía en el caso de los regímenes despóticos tradicionales, sí hay concentración de poder en manos de un mismo partido, como ha sucedido en los regímenes totalitarios de diversa especie.

Así las cosas, la idea de que la democracia sería al mismo tiempo el gobierno del pueblo y el mejor antídoto contra el despotismo ha quedado completamente subvertida.

Senado de Estados Unidos

Momentos en los que se votaba en el juicio político a Donald Trump en el Senado de Estados Unidos.

En un reciente informe sobre el estado de la democracia en el mundo, el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral encontró que desde 1975 ha habido un progreso significativo en áreas tales como el carácter representativo del Gobierno, la participación ciudadana, la garantía de los derechos y los límites al Gobierno.

El área en la que no ha habido un avance similar es la del gobierno imparcial. Este fenómeno es fácil de explicar. La competencia electoral promueve el espíritu faccioso.

Cada partido procura obtener ventajas sobre los demás, a veces incluso de forma indebida. Si la mayoría de los empleos y contratos públicos está a disposición de la facción ganadora, no hay duda de que cada quien tomará para sí una parte del botín. Sin adecuadas garantías para la independencia de la judicatura, esta también termina arrastrada por la dinámica facciosa.

Cada facción promoverá acusaciones judiciales contra los actos de sus rivales y la inmunidad judicial de los suyos. El resultado de ello es la judicialización de la política, pero del modo más pernicioso posible. La absolución de Donald Trump por parte del Senado estadounidense ha de ser vista, pues, en el cuadro más general de una grave distorsión de las instituciones políticas que todavía nos empeñamos en llamar democráticas.

Hay dos áreas en las cuales el espíritu faccioso ha producido graves resultados, en desmedro del bienestar general. La primera es la de la mitigación y adaptación al calentamiento global.

Unos meses antes de la Cumbre en París de 2015, la directora del Fondo Monetario Internacional y el presidente del Banco Mundial señalaron que una de las medidas más efectivas de reducir la emisión de las partículas que producen el efecto invernadero es aumentando significativamente los impuestos a las fuentes de energía sucia, como el carbón y el petróleo.

Este aumento no ha ocurrido debido a la campaña de desinformación de “los mercaderes de la duda”, una campaña financiada por empresas que se benefician de la explotación y comercialización de energías sucias. También por la falta de voluntad de los congresos y parlamentos nacionales para formular políticas basadas en la evidencia y en el principio de prevención.

La política tributaria, que podría contribuir a reducir las desigualdades sociales y económicas, continúa capturada por los grandes grupos económicos. Estos obtienen una influencia indebida en el proceso legislativo por la vía de la financiación de las campañas y el cabildeo a los congresistas.

El libro Las confesiones del congresista X son claramente una parodia de la vida de muchos legisladores estadounidenses. Lo grave es que se trata de una caricatura que está llena de verdad.

La mayoría de congresistas, no solo en Estados Unidos sino en muchos otros lugares del mundo, presta mucha más atención a sus financiadores que a los clamores de la ciudadanía. Por esta razón, no nos debería sorprender que el descontento ciudadano haya llegado a las calles. Lo sorprendente es que no haya llegado antes.

La vitalidad de la democracia radica en su capacidad para transformarse a sí misma. Esta transformación es urgente pues hay en todo el mundo una grave crisis del sistema de representación política. El punto es que la competencia electoral ha dejado de ser el epítome de la democracia.

La discusión** entre nosotros está por iniciar. Quizá esa discusión nos lleve a revaluar lo que entendemos por democracia y a darle la razón, o quitársela, a la proposición churchilliana.

JUAN GABRIEL GÓMEZ ALBARELLO
UNIVERSIDAD NACIONAL

*Profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional.

** Ver mi artículo: La apariencia ‘democrática’ de la Constitución de 1991: crisis y futuro de la representación política en Colombia y en el mundo, en revistas.unal.edu.co

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